viernes, 25 de junio de 2010

DE TRANSFUGAS, TRAIDORES Y CONTUBERNIOS

Por: Carlo Mantiz

Esta es una historia de tránsfugas, traiciones y contubernios. Es una historia patética y, hasta cierto punto, inverosímil pues resulta muy difícil, de cara a la lealtad y a la decencia, de cara al rasero de la honestidad, creer que algunos espíritus sean capaces de mostrarse tan rastreros e inicuos en la consecución de protervos fines cuyo mísero corolario es la prosaica riqueza o el enajenante poder. Tristes fines, casi siempre logrados confirmando el manual de Maquiavelo y reafirmando su pérfido principio de que el fin justifica los medios. En honor a la verdad, prácticamente desde siempre, atenidos a las sagradas escrituras, la traición ha sido una mácula en el voluble carácter de los hombres; pero, quizá, nunca antes, como en estos tiempos , tal acción ha sido tan descarada, cuando los valores éticos son cosas de conveniencia y casi letra muerta; mero motivo de escarnio para los cínicos y descreídos.
Hubo antaño cierto dique moral que contenía los desmanes de algunos hombres, por naturaleza, refractarios a la virtud y pasto predilecto de la infamia y el abuso. Cierto es que se trataba de una moral farisaica, impuesta desde el púlpito por salaces pederastas, capaces de incinerar, a cambio de prebendas, la disidencia que cuestionase el statu quo avalado por ellos. Una pseudo moral, absolutamente pérfida que de manera secular corrompió aun más el carácter retorcido de aquellos hombres animados por un espíritu renegado, ajeno al amor fraterno y presa de intenciones genocidas. Muy pocos se imaginan, y aceptan, el inconmensurable daño que una doble moral, -esa de pontificar la virtud en público y practicar el pecado en privado-, le ha hecho a este pueblo catecúmeno una clerecía hipócrita y corrompida hasta el tuétano. Tan grave ha sido su desatino que hoy, de frente a Dios y a la Sociedad humana, ellos son los principales responsables del total descrédito que padece la virtud; del doblez de los sentimientos y del empoderamiento de la traición y el transfuguismo en la pusilánime conciencia de muchos hombres de condición pública.
Y, quizá, no existe campo más fértil para las expresiones más abyectas de estas cuestionables conductas que el de la política y la deletérea vida de aquellos que se definen a sí mismos como hombres políticos. Un buen ejemplo lo constituye el mendaz ejercicio de la política colombiana, reducto predilecto de los hombres más faltos de escrúpulos nacidos, vergonzosamente, de este lado del mundo. Es paradójico que una tierra tan ubérrima en su naturaleza haya permitido el engendro de algunas creaturas tan deleznables y sórdidas como ciertos personajes de nuestra clase política, especímenes muy representativos de tan abominables y mezquinas prácticas. Más paradójico que haya sido en un país pacato, consagrado por la beatería al Sagrado Corazón de Jesús. Aquí se han criado engendros que la fantasía popular podría asimilar como hombres-lobo, hombres-vampiro, hombres-hiena, y hombres-buitre: todos ellos, sanguinarios y absolutamente desalmados, que, motivados por un elemental afán de lucro y unas ansias de poder homicidas han masacrado, estuprado, envilecido, mancillado y expoliado la virtud en todas sus formas, merced al genocidio y a la tiranía impuestos sobre sus coterráneos, en cotas difícilmente igualadas por otros criminales homicidas a lo largo y ancho del orbe y del tiempo.
En sentido estricto, no podríamos decir que todos los politiqueros han sido actores directos de tales bajezas. Pero por cohonestar omitiendo juzgar o por cruenta indiferencia, todos si han sido responsables del ominoso resultado final que ha convertido a mi país en un triste despojo que ellos, como hombres-buitre se disputan. Ellos, los autodenominados hombres políticos colombianos, para los que Maquiavelo se quedo corto en su clasificación, pues en su tiempo, la noción de Dios tenía un valor moral que hoy no tiene y constreñía la vileza de los hombres; y la decencia era una virtud que los hombres se esforzaban por cultivar, siendo hoy totalmente desconocida para estos politicastros criollos.
Quien considere exagerado esto, o pudiera dudar de su certeza, es un retrasado mental o está totalmente desrealizado por su ignorancia crasa y la carencia de un juicio crítico en el que algún reato de conciencia aun le señale la clara diferencia entre lo que está mal y lo que es justamente correcto. Basta ver una panorámica a vuelo de pájaro sobre la variopinta fauna de nuestra clase política, vergonzante y vergonzosa, que día a día nos regala pintorescas, cuando no horrendas, muestras de su cruenta ambición y desmedida estulticia.
Hace no más de ocho años que el pueblo confundido y hastiado por tantos baños de sangre e infame expolio creyó, ingenua pero no inocentemente, que al elegir a uno de los hombres-lobo, magistralmente disfrazado de redentora oveja; dueño de un lenguaje envolvente y manipulador, de un espíritu aparentemente noble, pero, en verdad, feroz y aguerrido que ofrecía reivindicaciones por doquiera, lograría la paz social y de espíritu tan anhelada; el tener una vida tranquila tanto en el campo como en la urbe, y un mundo de oportunidades equitativas y ecuménicas para acceder al ubérrimo (pero no a su finca) país consagrado al músculo cardiaco del nazareno. Este nefasto ser embelesó con pases de sierpe mañosa, ofreciendo, a toda costa, devolver la libertad de movilidad por el territorio nacional y poner en cintura a los hombres-lobo del monte, que asolaban la tierra santa y se estaban acercando osadamente a las ciudades, hasta ese momento, ajenas al fratricida conflicto de los campos. Prometió traer generosos, caritativos y desinteresados inversionistas extranjeros para reactivar la economía desangrada por los hombres-vampiro de la banca, dándoles la tajada del león por su loable altruismo. Habló de justicia social, y se dio golpes de pecho al lado de los jerarcas de la iglesia pederasta. Prometió acabar con el hambre y la pobreza endémica, solo que no dijo que era exterminando de hambre a los pobres. Y por último, de la manera más quijotesca, se comprometió a desfacer toda clase de entuertos y enderezar torceduras crónicas. En fin, toco y hablo de todo lo profano y lo sagrado engatusando muy bien al pueblo. Y este pueblo, este triste pueblo, una vez más creyó con la ilusión, anheló con el deseo y se olvidó que la realidad no está hecha de simples promesas y que solo se construye con genuino amor de patria, noble inteligencia y verdadero espíritu de justicia y equidad, repartiendo la demasiada riqueza que se concentra en tan pocas manos.
Este oscuro demiurgo les habló de una ética de trabajo y más trabajo, solo que nos les dijo que en verdad no habría más trabajo y que el poco que habría sería trabajo esclavo con sueldos de miseria. Lo cierto es que el trabajo disminuyó para las por siempre clases desposeídas, cada día más pauperizadas y rayanas en la miseria. Nunca hubo tanto desempleo y hambre por doquier. Pero aun así los hombres y mujeres de ese pueblo iletrado no entendieron.
De una manera sutil, negativamente admirable por lo artera, se aprovechó del miedo secular de las gentes e implementó un aparato de terror para combatir el terrorismo (otrora llamado inconformismo y reclamo de los desposeídos) aparentemente fundado en la mistificada ley de una constitución casi perfecta que con él se convirtió en letra muerta. Emprendió una guerra sucia, fomentado la delación, -desde los párvulos hasta la tercera edad-, con recompensas extraídas del erario público; premio con becas, trabajo, estudio y residencia en países del primer mundo a los terroristas genocidas relapsos y delatores (de izquierdas y derechas), y exonerándolos de cualquier responsabilidad legal por sus crímenes. Aprovechando las arcas ubérrimas del sangrado país, compró las conciencias de otros politicastros para que avalasen sus intenciones de permanencia en el poder; compró a otros plutócratas para que le defendiesen y sostuvieran ante los ataques de los enemigos del Estado, ahora cualquier simple detractor suyo.
Con su verborrea pueblerina satanizó a todos sus detractores y a todos estos les señaló como enemigos del Estado, para que sus esbirros, a sueldo o simples regalados simpatizantes, se los quitaran de en medio, como fuere. Ante la conciencia pública se erigió en una especie de redentor perseguido, víctima de aquellos que simplemente cuestionaban su elemental maniqueísmo y sus sectarias posiciones de exclusión hacia todos aquellos que no compartiesen su peculiar manera de ver el mundo y ejercer el poder. El país se convirtió en una extensión de su finca y lo administró como había aprendido a hacerlo con sus vacas y peonada.
Triste decirlo, pero con este personaje, la práctica más abyecta de la política alcanzó nueva dimensión, cuando quiso legislar por su cuenta, ser, a la vez, juez, fiscal, jurado y verdugo. Ser voz y ser lanza. Sin vergüenza alguna, arremetió contra la constitución, que el mundo reconocía como casi perfecta, pues parecía hecha para ángeles, ya que no se ajustaba a sus intereses; y con saña persiguió a los jueces que se atrevieron a juzgar apegados a la ley y trató de imponerles sus fiscales de bolsillo, así como hizo con el procurador y otros funcionarios de control que no eran más que polichinelas suyos. Como a otros, satanizó y señaló a los jueces de la patria que no hincaron su rodilla, y ante la nación, los declaró enemigos del estado insinuando con ello que sería legítimo que cualquier sicario de lenteja les agrediera.
En ejercicio de esa pérfida política de que el fin justifica los medios, entre sus secuaces más primitivos (adscritos a los aparatos represivos), una exigencia suya, mal entendida eso sí, por alcanzar resultados positivos en la lucha contra la insurgencia, dio lugar a uno de los más aterradores episodios de su desquiciado mandato: la muerte de miles de jóvenes inocentes de los estratos más bajos disfrazados de subversivos.
Amparado en la vieja estrategia de legitimar lo indecente invocando lo sagrado, - dándose golpes de pecho en las misas bajo las sotanas de una tradición religiosa farisaica y haciéndole genuflexiones a los jerarcas pervertidos de esa iglesia totalmente desacreditada por siglos de vicio, ignominia y servilismo a los mezquinos intereses de los poderosos-, hacía creer al pueblo raso que él era un buen hijo de Dios. Un buen creyente, un protector elegido para cuidar de ese pobre pueblo abusado. Y ¡ Oh curiosa paradoja !, ese pueblo abusado le creía y de absurda manera le veneraba, quizá por aquella singular condición sicológica (científicamente demostrada) de que podemos terminar amando a quien nos viola y abusa, a nuestros queridos verdugos.
De esta singular manera gobernó a este paisillo por dos periodos, aspirando, en su desmedida megalomanía e insana voracidad de poder, hacerlo por un tercero. Para ello corrompió a todo aquel que fuese corruptible, y le hizo zancadilla a la ley y torció la Carta Magna hasta donde pudo. La valiente decisión de la Corte Suprema, lo impidió, aplazando por un tiempo más dosis del mismo dolor para este sufrido pueblo.
Sin embargo, experto en trapisondas, contubernios, traiciones e incitaciones a los más descarados transfuguismos (y otras lindezas de este jaez), manipuló a esa clase política corrupta para garantizar un continuismo del catecismo que él impusiera ocho años atrás. De entre sus huestes surgió un singular clon,- temible por su ambición desmedida, juventud irreflexiva y avieso carácter-, quien recibió las banderas para convertirse en su reemplazo. Pero las triquiñuelas de la politiquería, claro está que más por enemistades que por convicciones morales (en una consulta popular para elegir candidato del partido al cual pertenecía este espécimen, hasta los de los demás partidos votaron por la otra candidata con tal de que este torvo personaje no ganara), dieron al traste con esa patética candidatura, lo que no impidió que el clon, bien adiestrado en todas las mañas, traicionase a sus copartidarios, renegando de sus promesas, para terminar colgándose oportunistamente del otro avatar del sátrapa, surgido de sus siniestras entrañas.
Por un curioso fenómeno, aun en estudio por la intelligentsia criolla, las clases altas, o burguesía local, comenzaron a demostrar cierto hartazgo y abierta repulsa al ambiente de corrupción y manipulación creado por este gobierno, y concluyeron que su previo apoyo había sido un error de cálculo que ahora debían subsanar. Era demasiado evidente que su canto de sirena había llevado al país a una polarización extrema, a un vergonzoso descrédito ante la opinión mundial y que ahora debían hacer algo. La plutocracia del país, muy fortalecida en su riqueza durante esta administración, también trató de deslindarse de quien otrora fuese su paladín, y sin mucho disimulo comenzó a coquetear con otras fuerzas políticas que a la postre les garantizaren la continuidad de su rapiña. Ellos solo se eran fieles a sí mismos y a los carteles financieros mundiales en cuya banca protegían los capitales expoliados en su patria. La burguesía local, aparentemente harta de parecer cómplice, o al menos indolente, emigró sus convencionales intereses hacía aquel que pudiese garantizarles, a mediano y largo plazo, su statu quo, sin mayores sobresaltos.
Y así, llego el tiempo de una nueva elección para la primera magistratura del bien abusado y por siempre sufrido país. Utilizando el poder como se acostumbra en un país en que se soslaya la ley, el sátrapa hombre-lobo, disfrazado aun de oveja, impulsó la campaña de su testaferro ideológico; uno que habría de garantizarle la prevalencia en el poder, aunque fuese en las sombras. Como un singular hito histórico aparecieron nueve candidatos a la presidencia, cada uno de ellos aparentemente legitimo que incitaron a creer a los ingenuos que esta era una maravillosa democracia. Pero, a los ojos críticos de los inteligentes (que si los había, a pesar de todo), realmente ninguno de ellos representaba el verdadero cambio que requería este país para pasar de la barbarie a la civilización. Casi todos, ya que no todos, incluidos los tildados de independientes y en la oposición ideológica, de una u otra manera no eran más que réplicas desleídas de ese viejo politicastro ávido de poder: hijos de una cultura afincada en el despojo y en el abuso.
Unos más que otros, convenientemente pertrechados en el miedo secular del pueblo a esa violencia endémica que definía nuestra nacionalidad, se habían apropiado –unos con sutileza, otros con franco descaro- de las políticas de seguridad democrática que eran el mayor logro de la dictadura saliente. Otra vez se oyó ese manido canto de sirena, y el pueblo, defecado por el susto de que los hombres-lobo montunos nuevamente se fortaleciesen; un atávico miedo oportunamente manipulado, auspiciado y prohijado por el sátrapa saliente, en primera vuelta, eligieron al avatar de éste: un vástago de la plutocracia y autor de desmanes que habían comprometido la seguridad nacional al agredir a un país hermano, y bajo cuya tutela ministerial se habían producido los crímenes contra esos miles de jóvenes inocentes que disfrazaron de subversivos. A un declarado áulico de las políticas represivas del dictador en curso de salida.
Pero no pudo ganar de primera mano, pues no alcanzó la mitad más uno que la cuasi perfecta constitución exigiera como requisito para elegir al primer mandatario de la nación. Se le atravesó la elevada votación por un singular personaje atípico, dueño de un carácter histriónico y bastante circense; aparentemente más inteligente que el promedio de nacionales; inclasificable, por su honradez, dentro de los parámetros tradicionales de la fauna política local. Era un hombre de academia, experto en matemáticas y filosofía, que por extraños avatares de la historia había sido dos veces Alcalde de la capital del país, ejerciendo una administración que de manera evidente no robó y educó al populacho, mediante estrategias heterodoxas de corte bufonesco, a ser civilizados en su convivencia y a manifestar su descontento,- a causa del hambre y la miseria cabalgantes-, de manera amable y lúdica.
Con un discurso novedoso acerca del valor sagrado de la vida en un país de genocidas; del valor sagrado del erario público en un país de desfalcadores de oficio y de la conveniencia de educar a las masas para que reclamaran con mayor civilidad la reivindicación de sus derechos, cautivo unos cuantos millones de ciudadanos de distinta pelambre, entre ellos parte de esa burguesía asqueada del cinismo del gobierno saliente y de una juventud descreída apática y apolítica, que él con su original canto de sirena atrajo y sedujo. Era un discurso de la decencia, de la civilidad, de la legalidad. Poco importaba que este personajillo, ideológicamente no estuviese muy lejos del sátrapa reinante, con sus esquemas de represión para la disidencia extrema; ni que viese la economía como un digno cultor del neoliberalismo que favorece a quienes tienen y desmejora a quienes no tienen. Aunque su manera de explicarse era harto enredada y algunos ad láteres suyos decían que lo que pasaba era que la gente no sabía comprenderle, cuando lo cierto era que él no sabía explicarse. Quienes se mostraban como sus incondicionales exégetas (y por ende por encima del común intelectual) fueron sus principales impulsores y, cosa curiosa, quienes convencieron a los demás seguidores suyos, pues la verdad es que este personaje, por sí mismo, fue incapaz de hacerse entender, y aun menos de convencer a mentes desprevenidas.
En la segunda vuelta, este país de jumentos aumentó el porcentaje de quienes no le comprendieron, dándole al testaferro oficial un aval que prácticamente triplicó al histrión. Que el pueblo se merece sus gobernantes lo dijeron los griegos hace dos mil quinientos años, cuando hablaron acerca de los tiranos y sátrapas que gobernaron la Atenas, cuna de nuestra cultura. La única alternativa aceptable de quebrar la hegemonía de una política perversa estuvo en manos de una especie de muñeco de ventrílocuo, incapaz de explicarse por sí mismo y cuyo valor subjetivo solo se apreció a través de terceros que dijeron que él podía ser la redención. Y este pueblito la desperdició eligiendo más de lo mismo. Un pueblo que admite por lideres a traidores, tránsfugas y amigos de los contubernios.

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