domingo, 13 de junio de 2010

UN MISTICISMO SINGULAR

Por: Carlo Mantiz

La gelidez de la tarde imponía un ritmo lento a la actividad de los transeúntes; el vaho de cientos de alientos se confundía con la niebla, mitigando un tanto la frialdad de un clima cruel y dañino; el ruido estridente de un cochecito de ruedas esferadas, empujado por un hombrecillo de apariencia desastrosa, hacia volver las miradas de las vitrinas hacia la calle. El rechinar agudo y estridente del metal contra el asfalto generaba un rictus desagradable en la cara de la gente, y no faltaba el comentario descalificador dirigido a este hombrecillo para que de alguna manera acallara este horrible chirrido.

El hombrecillo apenas les miraba de soslayo, con un cierto rictus de ironía, pues ninguno de ellos le importaba, eran todas gentes, para él, extrañas, en todo sentido; seres que poco o nada tenían que ver con él, nada en común, acaso la humanidad, pero nada de lo que ella contenía: habitar la faz de un mismo planeta, respirar el mismo aire, recibir el mismo sol; residir en esa misma urbe, gentil para unos, despiadada para con otros.

Acostumbrado a la indiferencia que los otros le mostraban, iba muy concentrado en reconocer cualquier cosa tirada por el piso que a él pudiese servirle. Prácticamente casi todo era útil. Aun y a pesar de que para los demás fuesen desechos, el objeto más insignificante, tenia gran valor para él, pues significaba pan para sus hijos; el cartón, los papeles, la madera, el metal, y otros tantos desperdicios que esa sociedad consumista desechaba por doquier. Todo por allí tirado. Listo para recoger. En eso estaba el sustento, la plata para pagar el alquiler de la pieza, que en un infecto inquilinato, hasta hace unos días, compartiera con su mujer y sus seis hijos.

Poco, o nada, le importaba que le mirasen con desprecio, pues a fin de cuentas su único interés era la basura. Lo que los otros, en su afán consumista desechaban. De tal manera, que, inclusive, había encontrado verdaderos tesoros, joyas, dinero en efectivo, vetustas lámparas, añejas pero aun servibles; colchones con los resortes aun en buen estado, ligeramente manchados por los polvos de los ricachos, pero , útiles todavía; sillas de buena madera , ligeramente desvencijadas; unos cuantos pocillos de porcelana desorejados; e infinidad de cosas en razonable estado de presentación y uso; algo que quizás por mero descuido, o vanidad, vaya uno a saber, había terminado en la cesta de la basura.
Esa mañana había madrugado más que de costumbre. El canto del gallo le había hecho levantarse sobresaltado de la mugrienta y pulgosa cama. El frio de esas horas, arriba, en las colinas de los arrabales de la city, era extremo; calador hasta la medula de los huesos. Casi sintió dolor físico al enfrentar la atmosfera helada que le rodeaba, Sin embargo, la promesa hecha la víspera le despertó del todo y de un salto ágil había abandonado el lecho. Con paso cansino se dirigió al exterior de la casucha y se dirigió a lo que, eufemísticamente, llamaba el baño: una caneca metálica de 55 galones que recibía el agua lluvia de una canal, una letrina en el piso para las excretas…y ya, eso era todo…aun asi, esa mañana se rasuró con presteza, de muy mala forma, mostrando cuan poca practica tenía en ello. Debía estar presentable para lo que le esperaba. Con una vieja totuma escancio de la caneca la gélida agua sobre sus desnudos hombros, aplicándose un ligero y reconfortante baño de agua helada. El choque térmico, por unos instantes, le hizo abstraerse de eso que palpitaba como un brioso corcel en su magín. Tiritando de frió se frotó el cuerpo con una pedazo de una áspera toalla, hasta que entró en calor, y terminó con la piel enrojecida de tanto lustre.

Recurrentemente los recuerdos fluían en su memoria, y un tropel de ideas encontradas le desbordaba su limitada capacidad de discernimiento, que, por cierto, no era mucha. A veces experimentaba una especie de frenesí, parecido al de la fiebre. Sin pausa, regresó a la covacha y vistió con lentitud unos desteñidos pantalones de mezclilla, un saco de algodón perchado pletórico en agujeros y unas raídas zapatillas deportivas de marca que algún día conocieran gloriosas gestas. Un singular ruido de sus tripas le acordó que su última comida había ocurrido cerca de dos días atrás. Escarbo entre unas oxidadas latas de conservas aparentemente vacías y encontró un trozo de panela roída por las ratas, con la que, en un hornillo de alcohol, se preparó una aguadepanela, a la que acompañó de un enmohecido pedazo de pan francés, que llevaba unos cuantos días abandonado en una bolsa plástica. No había nada más para comer. Su mujer se había ido con los chinos a casa de una hermana, desesperada de aguantar tanta hambre. Ya hacia cuatro días habían partido, y él no había vuelto a saber nada de ellos. Eso le dolía un poco. Sin embargo, eso hoy no importaba mucho, especialmente hoy.

La luz del nuevo día rasgó las sombras nocturnas, y en medio de la pobreza de los desheredados del mundo, el astro rey se asomó con toda su terrífica belleza por encima de las montañas que al oriente circundaban la apática urbe. Con el primer rayo de sol, dejó su casucha y emprendió camino hacia la ciudad por las serpenteantes laderas llenas de desperdicios. A marcha forzada, después de caminar por hora y media llegaría al centro de la city. Pronto, el caminar rápido calentó sus ateridos músculos, y entre tanto rememoró los sucesos acaecidos la tarde anterior; unos hechos tan decisivos para lo que ahora se proponía hacer.

Ayer, como tantas otras tardes, había estado caminando por la avenida Principal, pidiendo limosna a los transeúntes. A pesar de tener un depurado estilo en estos menesteres, y de emplear como recurso histriónico una falsa llaga a la altura del estómago que impúdicamente exhibía para inspirar lastima, esa no era su tarde, pues escasas monedas, y de mínimo valor, yacían en el fondo de la escudilla de latón que utilizaba para su recaudo. La gente huía apenas se les acercaba, mirándole de reojo, con desprecio y algo de rabia. Este era un oficio que día a día se complicaba más y más, por distintas razones, entre ellas, la primera, la competencia desleal montada por gentes venidas sabe bien Dios de donde, y que poco a poco se habían apoderado de todas las esquinas criticas, de todas las puertas de los templos y establecimientos de comercio, de todas las intersecciones con semáforos…de todo el espacio libre…eran una plaga…había oído que se trataba de desplazados, término que nada le decía, pues él había sido un marginal toda su vida, un desplazado de todo lo que podía significar una agradable vida pequeño burguesa, aspiración ilusoria de esa gran mayoría anodina y adormecida por la rutina cotidiana de luchar con denuedo para llenar sus estómagos.

Por otro lado, se había extendido entre los habitantes de la andina urbe una actitud despiadada, impía, frente a tanto mendicante Ya casi nadie se conmovía de piedad, o siquiera espanto, ante las dantescas escenas de cuerpos llagados y mutilados que abundaban por las calles de la inhóspita ciudad. Toda esa cohorte de lisiados, apestosos, reales o fingidos, ya casi no conmovía a nadie…y el crimen había derivado de ello, pues ya no se pedía, sino que exigía con los métodos más salvajes. Esa competencia tan atroz por la limosna había llevado a algunos a extremos muy estudiados para inspirar lastima; pero estos recursos día a día se agotaban más y más, pervirtiendo con su abundancia la exclusividad que en algún momento fuese efectiva. Harto de esto, optó por entrar a la catedral para sentarse un rato en una de las últimas bancas, cercanas a la puerta. Con cierto deleite observó la luz tornasolada que atravesaba los delicados vitrales alegóricos que adornaban las ventanas de la nave principal y aspiró el rancio olor de las velas de cebo y del misterioso incienso. De alguna manera, este ambiente le era muy familiar, sin saber exactamente por qué; nada de esto le resultaba extraño. Tanto que no podía evitar sentir una singular atracción por todo lo que ese ambiente connotaba, mientras, la gente entraba y salía silenciosamente haciendo breves genuflexiones y santiguándose con afán ante la estatua del Cristo crucificado. Allí todo era reverencia, y la gente inclinaba la cabeza en señal de franco temor místico, musitando quedas letanías de plegarias y oraciones mientras desgranaban rosarios de cuentas desteñidas por el uso cotidiano. Damas con mantillas de punto, pletóricas en ricos encajes, leían, ávidas, desgastadas cartillas de oraciones, persignándose una y otra vez, de manera maquinal, mientras entornaban sus ojos para apreciar quien llegaba o salía.
Las filas de los confesionarios se sucedían con cierta regularidad y los feligreses participantes, antes de retirarse del templo, sacaban con abierta ostentación sus carteras o monederos, para sacar billetes o monedas que depositarían con descarado gesto de grandeza, en cestas de mimbre dispuestas para ello al lado de las efigies de los santos. A nuestro personaje, un rápido calculo financiero le hizo pensar en las magnificas entradas que habría de recibir una iglesia como aquella, hora tras hora, día tras día, año tras año, siglo tras siglo, Era un viejo y muy rentable negocio. Súbitamente, una insana curiosidad se apoderó de su mente, por inquirir adonde irían a parar esos ingentes recursos. Quien los administraría...qué habría que hacer para acceder al manejo de ellos. Abstraído en ello apenas percibió, al rato, como unos hombres de pequeña estatura (un poco más bajos que el…que era casi un enano), vestidos con largas túnicas de color marrón y capuchas que ocultaban sus cabezas y dejaban asomar levemente sus rostros, de tintes cetrinos, repartían bendiciones a diestra y siniestra, mientras dibujan una beatifica sonrisa en sus anodinos rostros. Otros monjes se dedicaban a recoger la limosna de las diferentes fuentes dispuestas a lo largo de los pasillos de la nave principal y corredores anexos…”vaya negocio”, pensó, a fin de cuentas ellos hacían lo mismo que él: en últimas, cual era la diferencia?. Ellos y él, vivían de la limosna, aunque ellos la recogieran de una mejor manera; sin permanecer en la calle expuestos a la intemperie, sin soportar menosprecios. Con un mínimo esfuerzo. Se preguntó cómo podría hacerse miembro de aquella comunidad religiosa. Alguna vez, había oído, que esas comunidades recibían a quienes quisieran apartarse del mundo, y, nuevamente se preguntó, acaso a él que le importaba el mundo. Eso era perfecto. Inmerso en esas cavilaciones, casi sin darse cuenta, se había parado y dirigido sus pasos en seguimiento de los monjes que recogían la limosna en medianas bolsas de arpillera sujetas por un extremo a un palo de avellana tallado. Estos, un vez terminaba su faena, se encaminaron hacia la parte posterior de la catedral, justo detrás del altar principal; por donde se accedía a la sacristía y a las catacumbas en donde reposaba el osario con los restos de los más ilustres habitantes de la urbe, muertos a través de los cientos de años que ésta ya tenía. Una pequeña puerta, situada justo detrás del altar, permanecía ligeramente entornada. Un letrero escrito en caracteres góticos señalaba que era un lugar de acceso restringido solo para los miembros de la cofradía Impulsado por la curiosidad, y luego de ver que no era observado por nadie, empujó la puerta apreciando que del otro lado había un corredor que terminaba en una escalera descendente en caracol hacia las entrañas de la tierra. Antorchas colocadas a intervalos iluminaban precariamente las paredes de roca viva que parecían horadadas en plena montaña. Algo inquieto, entró decididamente y descendió por las escaleras, procurando amortiguar sus pasos para no ser oído. Un cántico apagado emergía de alguna parte, allá abajo. Un poco sobrecogedor y repetitivo. Sin amilanarse por esa atmósfera algo siniestra, apresuró sus pasos en busca de la fuente de aquellos singulares sonidos, cuya intensidad se acrecentaba a medida que se acercaba a una entrada tallada en la pared y que conducía a otra escalera, aun más lúgubre que la anterior, siempre en descenso hacia las entrañas oscuras de la tierra. Oculto por las sombras poco a poco se acercó a un gran salón esculpido en la roca. En nichos horadados en las paredes yacía un sinfín de estatuas de la hagiografía cristiana. El tono del canto iba in crescendo, desconcertándole por que aun no atinaba a ver de dónde provenía. Al fin, detrás de unas columnas, encontró un pequeño espacio a manera de proscenio, en donde estaban reunidos unas cuantas decenas de monjes que semidesnudos se auto-flagelaban las sangrantes y desolladas espaldas con cilicios espinados, mientras entonaban el singular canto. Aterrado regresó sobre sus pasos, decidido a salir de allí corriendo, pero cuando accedió a la nave principal del templo, notó con estupor que allí ya no había nadie, y que las grandes puertas de la catedral estaban cerradas, dejándole atrapado. Las lámparas del techo refulgían magnificando las sombras de las columnas que adquirían perfiles horrorosos por los arabescos y figuras de gárgolas que las decoraban. El volumen del cántico se elevó hasta alcanzar un nivel de estruendo y el arrastrar de cientos de pies que se dirigían hacia donde él se hallaba, le paralizó de espanto, pues no atinaba a entender nada de lo que pasaba. Aterrorizado se deslizó debajo de una de las bancas anhelando que las sombras le encubriesen mientras la extraña procesión recorría los corredores y pasillos de la nave de la catedral, acercándose lentamente hacia donde él estaba.

Atónito, apreció como los monjes se despojaban de sus hábitos quedando totalmente desnudos y así vio sus magros cuerpos, llenos de sanguinolentas cicatrices y purulentas llagas. Sin parar, se flagelaban, ahora, unos a otros, con cilicios metálicos y bailaban una extática danza mientras persistían en sus letanías cantadas. Pronto, dispersos entre las bancas, se detuvieron y dejaron de cantar. Un silencio siniestro invadió toda la estancia. A la magra luz de los gigantescos candelabros que pendían del techo vio por vez primera sus rostros, y horror!!, cuántos de ellos le eran conocidos…!!. Sí, a muchos de ellos les había visto en las calles cubiertos de harapos, luciendo llagas, mendigando, igual que él. Qué extraña ironía del destino, qué cruel jugarreta de los dioses…!
Del fondo surgieron otros reconocidos mendigos ahora devenidos en monjes portando un sin número de bolsas de arpillera repletas de monedas y billetes. Sin esperar ninguna indicación al respecto se dirigieron hacia el altar mayor y allí, en medio de grotescos gestos que parecían remedar genuflexiones, procedieron a desparramar por el suelo, y sobre el ara misma, su mundano contenido. Ese producto de su rapiña sobre la fe de los píos. El resto de monjes mendicantes permanecía en solemne silencio. Una vez salió la última moneda y reboto por el piso, todos estallaron en groseras expresiones de júbilo, mientras procedían a contar el dinero. Muy acuciosamente lo hicieron por espacio de unas cuantas horas. Parecía increíble la cuantía recaudada, y en nuestro personaje, una súbita ambición superó al terror que le invadía; una insana codicia ocupó el lugar de la desconfianza. Con atención, los miro uno a uno, y así supo quienes eran, y esperó a que terminaran con su singular ritual.
El alma del hombrecillo estaba llena de incredulidad. No podía creer que los llamados hombres de Dios, los supuestamente despojados de todo, en total renunciación, se expresaran tan jubilosos ante el vil metal; mostrando ser adoradores mundanos como el más abyecto pagano.

En breve, comenzó nuevamente la extraña danza, y un nuevo cántico, esta vez, pleno de exaltaciones groseras, alusivas a la estulticia del género humano, a lo aborregado de su seso colectivo; en abierta burla a la pueril confianza de los seres humanos, de lo proclives a ser engañados Ah ¡! pobres hombres, míseras criaturas ávidas de milagros y redenciones gratuitas, dispuestos a pagar por ellas; que tontos e ingenuos eran, y eso era motivo de júbilo para estos miserables. De súbito, uno de los danzantes se detuvo y alzo su mano hacia la bóveda de la catedral ante lo cual los demás se detuvieron en silencio: ”…hermanos, ya hemos calmado una vez más, nuestra sed, nuestra esperanza de poder y gloria. No olvidemos que todo se lo debemos a las sagradas escrituras que rezan que todos los humildes serán ensalzados y glorificados. Por nuestras llagas, por nuestra pobreza, por nuestros votos de renunciación a los placeres del mundo; debemos continuar; debemos atraer a más hermanos, para colmar las ilusiones que tanto anhelamos, erigiendo más templos; debemos recaudar más fondos para acrecentar el poder temporal de la iglesia. Adelante. No desfallezcan pues ya saben cúal es el premio final para los más abnegados…”

Y los otros prorrumpieron en expresiones de aclamación y asentimiento, mientras comenzaban a vestir sus hábitos abandonados sobre el suelo, para, a continuación y en fila india, emprender el regreso hacia las profundidades de la catedral, dejándole a él, al verdadero mendigo, allí, mustio y casi helado, presa de la incredulidad y atónito al extremo.

Tardó unos cuantos minutos en recuperar la plena conciencia para recordar que estaba atrapado, pues las puertas permanecían cerradas. Resignado concluyó que lo mejor era esperar, insomne, a que abrieran el templo en la mañana, para salir de allí corriendo, cosa que efectivamente así hizo.
Llegó lo más rápido que pudo a su infecta habitación y se refugió bajo unas raídas y apestosas mantas, sumamente impresionado por los acontecimientos vividos. Pronto, un misericordioso y alucinante sueño lo arrebató de sus desdichas mundanas, hasta la mañana del día siguiente, cuando el canto de los gallos le despertó repentinamente.
Y otra vez estaba allí, frente al templo, a las primeras horas de la noche, cuando los últimos feligreses espetaban sus postreras oraciones. Entrando discretamente, se arrellanó en una banca situada detrás de una de las columnas principales, lejos de las miradas de quienes llegaban, y de quienes pudieran estar ubicados mirando hacia el altar mayor. Los pliegues de las bolsas de plástico enrolladas alrededor de su torso le producían mucha incomodidad, y el nauseabundo olor de una sustancia combustible harto conocida le atosigó sus fosas nasales forzándole a abrir la boca en busca de aire más puro. En el bolsillo trasero del pantalón palpó los dos cartuchos de dinamita que encontrara días atrás entre una caja de cartón.
Eso estaba decidido. En sueños había visto que debía hacer para remediar tanta infamia; tanto asalto a la ingenua estupidez de los pobres humanos, que merecían, a su ver, un mejor trato. No había derecho a tanto abuso, no señor, eso ya estaba decidido.

La figura de un monje bonzo auto inmolándose, como una tea humana, le martillaba el trasfondo de la mente, igual que un terrorífico telón de fondo. Eso le daba un sentido a su vida. Era un justo sacrificio, pero, más justo aún si en el arrastraba a todos aquellos desquiciados vestidos con hábitos marrones que ya comenzaban su rutina de recolección y emprendían el camino hacia las entrañas de la tierra…

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