miércoles, 23 de junio de 2010

EL HOMBRE MUTILADO

Por : Carlo Mantiz

Hacia mediados de los años 70 sonaba en las emisoras de la radio una canción con ritmo pegajoso cuyo principal estribillo rezaba “…si quieres conocer al pueblo colombiano tienes que subirte a un bus de transporte urbano”. Bueno, quizá no fuera así exactamente, de hecho ya alguno la recordará tal cual, lo clave es que entrañaba una verdad de a puño, que hoy cuarenta años después, conserva validez y total pertinencia. No hay mejor lugar para reconocer la variopinta muestra de la colombianidad que un bus, una buseta, o un colectivo. Hoy en día, hasta el mismo Transmilenio en algo sirve para esto, aunque su condición de masivo le despersonaliza a tal grado que esas inmensas masas de gentes impiden ver las personas para hacer una detallada auscultación de nuestra fauna urbana.
Como buen proletario y usuario recurrente del transporte público he tenido la oportunidad de presenciar una innumerable cantidad de hechos insólitos, algunos cómicos y chabacanos, otros grotescos y vulgares y unos cuantos trágicos y vergonzosos. Debo señalar que lo más representativo de esa Colombia popular justamente se muestra en las rutas que atienden los sectores urbanos situados hacia el sur del ciudad, principalmente, aunque por el crecimiento descontrolado de la urbe, podemos encontrar enclaves populares en distintas zonas de la ciudad, a veces englobados por nuevas urbanizaciones pensadas para albergar a la siempre emergente clase media, y cuando no, en sectores muy exclusivos, a familias de la burguesía local, en conjuntos urbanísticos de élite y muy reservados.
Sin embargo, es indudable que desde siempre, el sector sur de la ciudad ha sido el sector popular por excelencia; el lugar adonde, desde al menos 60 años atrás, comenzaron a llegar los primeros desplazados por la violencia sempiterna de nuestros campos; hombres y mujeres, en gran parte iletrados, que llegarían a constituir las legiones de obreros-esclavos de las pujantes industrias locales que poco a poco irían convirtiendo a Bogotá en el principal emporio fabril y comercial del país.
Como consecuencia de la brillante interacción entre seriadas administraciones públicas corruptas, la violencia endémica de izquierdas trasnochadas y godarrias anacrónicas y la perniciosa e inconsecuente intromisión del narcotráfico, en todos los niveles de la vida política y social del país, lo único positivo ha sido el incremento de la pobreza que siempre ha ido en alza, pareja a la migración forzada y a un galopante desempleo que azota de manera inmisericorde a los nuevos siervos de la gleba, ese mundo de obreros y empleados de bajo nivel que día a día luchan por sobrevivir por el mísero pan. De igual manera, día a día también se ha incrementado el número de niños, jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, dedicados al rebusque cuando no a la llana mendicidad, en tan variadas y recursivas formas que uno se sorprende de la ingeniosidad de un pueblo, que en otros ámbitos quizá pareciera un don bendito, pero aquí, tristemente, parece que fuera algo maldito.
El desfile de estas gentes pobres, o pobres gentes, es inacabable, y, así, en una buseta típica que puede estar cubriendo una ruta que va desde Bosa hasta el centro de la ciudad, puede apreciarse como ejemplares de esta clase, uno tras otro, se suben, -unos con anuencia del conductor, otros a la brava bien sea por la puerta de atrás, aprovechando que un pasajero se baja, o por la puerta delantera, brincando ágilmente la registradora- para ofrecer dulces de singular procedencia como Egipto o Turquía; o para ofrecer estampitas de santos o esquelas en miniatura con mensajes para amigos y enamorados; o colecciones de lápices y bolígrafos baratos; o una simple chupeta en forma de corazón, que van entregando a cada uno de los pasajeros sentados, mientras pronuncian una retahíla letánica mediante la cual se disculpan por incomodar al que duerme, al que charla, al que lee; advirtiendo que hacen esto forzados por la necesidad y como alternativa decente para no robar. Algunos, como quien escupe palabras que se atropellan en su boca, por aquello de la brevedad del tiempo disponible, cuentan una historia personal trágica y pesarosa; unas veces dicen que están recién salidos de la cárcel, otras, que tienen Sida o Cáncer o que sufrieron un accidente; que están solos, o con muchos niños que alimentar, y con hambre…en fin, hay tantas historias como personas, aunque, quizá por el fin previsto, tiendan a la final a parecerse todas. Los pasajeros, no sin cierto automatismo, resignados reciben lo que se les ofrece para luego devolverlo en un gesto de apatía e indiferencia, cuando no optan por quedárselo dando a cambio las monedas solicitadas..
La cotidianidad de estos sucesos le ha restado el impacto emocional que hace apenas un par de décadas atrás suscitará cuando comenzaron a aparecer, aquí en la ciudad, una nueva clase de indigentes y riadas de más y más desplazados.
Hacia los años 60 y 70 del siglo pasado, podían encontrarse habitando en las calles, unos cuantos niños abandonados, o fugados de sus casas, a quienes la gente denominaba con el singular galicismo de gamín o el peyorativo y menos eufónico pelafustán; criaturas, a la larga, bastante inofensivas que con su gracia y picaresca conmovían a una sociedad harto pacata y moralista, mientras luchaban por abrirse camino en la vida convirtiéndose en lustrabotas, coteros, recaderos, vendedores de periódicos y ocasionales mendigos. De hecho, los mendigos como tales no eran comunes, y si bien siempre ha existido la pobreza y su triste ahijada la miseria, ver indigentes en las calles era una cosa bastante rara.
Pero, a partir de los años 80, el incremento de la violencia política, con la aparición del paramilitarismo y el aumento de los frentes guerrilleros, fenómenos que siempre han afectado principalmente a las zonas rurales del país, propició el desplazamiento forzado de miríadas de campesinos, que, no teniendo a donde más ir, fueron a refugiarse a las ciudades, pauperizándose en grado extremo y llegando a engrosar los cinturones de miseria en las invasiones y asentamientos piratas de la periferia. A esto se sumo la aparición de una nueva casta de marginados, esa ingente legión de víctimas de la drogadicción , una plaga apocalíptica fomentada por la ambición desmedida de traficantes deshumanizados que no contentos con saciar a los toxicómanos del extranjero decidieron envenenar a nuestros niños y jóvenes para ampliar sus letales mercados; una legión de seres procedentes de distintos estratos y estamentos sociales, cuya fatal adicción indefectiblemente les ha llevado a niveles de abandono y enajenación personal antes desconocidos en estas tierras.
Ellos, junto con los más míseros, pronto constituyeron la casta de nuestros intocables locales, llegando a ser clasificados como desechables, término altamente peyorativo extrapolado del ámbito comercial, y muy en boga por esos años, alusivo al nuevo carácter desechable de muchos productos mercantiles. En nuestra farisaica sociedad la cosificación extrema del ser humano estaba expresa en esa oprobiosa clasificación.
Sin ir más lejos, de todas esas gentes es que surgen los trabajadores informales del transporte urbano, si así puede llamarse a la infinita fila de menesterosos que día a día abordan estos vehículos para buscar su magro sustento.
Al haberse hecho tan cotidiano este quehacer, el oído, al igual que la sensibilidad de espíritu, se endurecen y no pocos terminamos por volvernos escépticos cuando no indolentes totales o cínicos contumaces. Ante esta cruda realidad, puede verse como muchas de estas gentes, al menos aquellas que han asumido la mendicidad como oficio, se rebuscan creativamente para mejorar el impacto lacrimoso de sus discursos y seguirse aprovechando de los escasos reatos de conciencia y de moralismo piadoso que aún subsisten en el fondo de las almas adormecidas. Aún es posible sorprenderse ocasionalmente. A veces alguno logra impactarnos e inclusive trastornar nuestra sensibilidad con una historia muy peculiar, tan hábilmente urdida que fácilmente logra humedecernos la pupila y hacer que prestamente mandemos la mano al bolsillo para sacar, --me ha pasado-, nuestras últimas monedas, sin que nos importe quedarnos sin lo de otro pasaje, o descompletar lo de un corrientazo.
Precisamente eso me ocurrió hace unos días, exactamente un miércoles de febrero pasado, hacia las 9 de la mañana mientras viajaba en la ruta 120. Como de costumbre a esa hora me dirigía hacia el centro de la ciudad, inmerso en la lectura de un librito. A la altura de la Avenida Primero de Mayo, en cercanías del hospital de Kennedy, un cierto escándalo me sustrajo de la lectura. Los reclamos hechos al chofer, en un tono lastimero, acusando su indolencia, insolidaridad, escaso patriotismo, - y otras lindezas de este tenor-, por parte de un hombrecillo de mediana edad, harto desaliñado y con una fragancia similar a la de una cuadrilla de mineros al final de la tarde, suscitaron mi atención, mientras le veía afanosamente saltarse la registradora. Una vez logrado este paso, sin prestar atención alguna a las últimas reconvenciones del chofer que poco a poco se fueron apagando, el notorio personaje comenzó con la típica petición de disculpas, que por subirse así, que por robarse la atención de la gente, que por venir a aburrirnos, que por sacarnos del sueño, que por interrumpir nuestra charla, que por interrumpir la lectura…que por estar ahí obligado a pedir una limosna que le ofendía sobremanera porque él era un hombre trabajador y honrado que toda su vida había vivido del esfuerzo de sus manos. El tono de su voz y los modismos que empleaba delataban su procedencia de la zona norte del país, de alguna parte cercana a las costas; pues no tenía la cadencia marcada que tienen los propios costeños, y mucho menos la de los costeños corronchos que a veces les hace difíciles de entender para nosotros los cachacos.
Rápidamente nos informó que tristemente él era un desplazado más, víctima de los paramilitares que asolaban las tierras de Córdoba y Sucre; que a pesar de verse tan avejentado apenas tenía cincuenta y un años, cincuenta de los cuales había vivido como campesino, cultivando el ñame o el arroz, y levantando una que otra vaquita para tener leche y algo de carnita; que aunque jamás había sido un hombre rico, si había sido muy feliz, pudiéndose casar muy joven con el amor de su vida y engendrando con ella cinco hijos, tres de ellos estaban ya criados y con sus propias familias, dos de ellos viviendo en Santa Martha, y el otro en Barranquilla, mientras que los hijos menores, una adolescente de quince años y un niño de once, aun vivían, hasta hace un año, junto con su mujer y él mismo, en la pequeña finquita que le dejaran sus padres ya hacía más de veinte años.
Estas palabras le salían atropelladas de la boca, con un tono de sinceridad que había logrado cautivar la atención del pasaje. Súbitamente unas gruesas lágrimas se le escurrieron por las arrugadas mejillas y con la voz entrecortada prosiguió su relato. Nos contó como hacía apenas un año atrás, la mañana de un sábado había decidido ir al pueblo situado a cuarenta minutos a pie, a buscar un comprador para una de las vacas ya crecidas, y se llevó consigo al hijo menor, que siempre solía acompañarle a todas partes. El chiquillo, consecuente con su edad, iba saltando de un lado para otro, recogiendo guijarros y palos, cantando puyas y derrochando alegría, mientras él caminaba ensimismado pensando en sus cosas. De repente, como a diez minutos del pueblo, oyó una explosión seca, como la de una mecha de tejo y sin entender bien por qué se vio levantado por los aires, y muy aturdido, mientras sentía que miles de agujas se le clavaban en el bajo vientre y las piernas. Completamente desubicado y presa de un dolor lacerante, cayó al piso estrellándose contra los cantos rodados del camino y allí, perdió la conciencia.
Todos estábamos expectantes. Aún lloraba sin gimotear. Sujetándose de los pasamanos, continuó su relato. Nos dijo que había despertado una tarde, tres días después, en la cama del hospital local, con los muslos envueltos en gasas y fajas y una dolorosísima sonda que le salía del pene. Al pie de la cama estaban su mujer y su hija con una cara de trasnocho, muy entristecidas. Se veía que habían dormido bien poco y sufrido mucho. Preguntó por el niño, y ellas se miraron entre sí mientras le contestaban al unísono que estaba bien, que estaba en la casa. Y sin darle tiempo a replicar, inmediatamente le comentaron que era un tipo muy afortunado y que se alegraban de que estuviera aun con vida, pues accidentalmente se había activado una mina quiebrapatas y parte de las esquirlas, -clavos oxidados-, se le habían incrustado en el cuerpo sin causarle demasiado daño. Que debía estarse tranquilo mientras terminaba de curarse, solo por unos cuantos días.
Sin embargo, por cuenta de las infecciones, estuvo tres meses en el hospital hasta que un día le dieron la salida. Durante todo ese tiempo, nunca pudo ver a su hijo, bien sea porque se encontraba en la escuela, -eso le decían-, o porque estaba cuidando las vacas, o simplemente porque le había dicho a la mamá que no le gustaban los hospitales y que no quería ver a su papá tullido en una cama. El día de la salida, salió caminando ayudado de muletas y decidió irse inmediatamente para su casa. Durante el trayecto su mujer apenas le hablaba y lloraba en silencio, haciéndole creer que era de alegría por su regreso. Cuando llegó a la casa se enteró de la verdad más triste de toda su vida. Su hijito adorado había recibido el impacto directo de la explosión muriendo en el acto. Esta noticia casi le enloqueció y le llevó a perder las ganas de vivir. Se distanció de su mujer y abandonó el cuidado de la finquita. Una mañana su mujer y su hija le dijeron que se iban a visitar al hijo de Barranquilla, solo por unos días, y pasados cuatro meses aun no habían vuelto. Solo, y muy abatido, apenas se aseaba pensando como morirse cada día, pero su fe en la santísima Virgen María, lo sostenía mientras una especie de resignación comenzaba a anidarse en su alma. Una mañana, las gallinas cacarearon espantadas y los dos perros ladraron desaforados. Se asomó a la puerta de la casa y allí en el patio de enfrente había seis hombres vestidos de camuflado y con los rostros cubiertos por pasamontañas. Todos llevaban armas largas, unos con fusiles y otros con changones. Uno de ellos lo llamó por su nombre…” Eh ¡fulano de tal ¡…somos miembros de tal y tal grupo paramilitar y necesitamos que evacue esta casa, porque en unos días esto se va a convertir en un campo de batalla y no queremos causarle ningún daño…tiene 24 horas para recoger sus corotos e irse, si no lo hace no seremos responsables por lo que pueda ocurrirle…”. Y sin más se marcharon dejándole aun más aburrido que antes. Muy abatido, y al borde de la desesperación, hasta pensó en quitarse la vida, pero sus creencias religiosas le espantaron esa mala idea. Dejar que lo mataran tampoco era una buena idea, así que, muy a su pesar, hecho en una casa algunas prendas de ropa, dos panelas y dejando la puerta de la casa abierta se marchó sin destino fijo. Ese día comenzó su peregrinaje. No queriendo convertirse en un estorbo para nadie decidió no molestar a los otros hijos y yendo de aquí para allá, terminó llegando a la capital, esperanzado de encontrar ayuda para poder regresar a su tierra sin temor a ser asesinado.
Pero una vez acá, se dio cuenta de que la realidad podía ser aun más triste, y que gente como él había por miles. Nunca creyó que aquí hubiera tanta miseria ni tanta gente mendigando. Le sorprendió la mentira y el engaño que muchos avivatos, supuestos menesterosos, empleaban para sacarle el dinero a la otra gente y al mismo estado. Que a él, acostumbrado a trabajar y ganarse el sustento, nunca se le había ocurrido mendigar, pero que aquí no había encontrado nada que hacer, pues él solo sabía lidiar con azadones y ordeñar las vacas. Que cansado de ir de aquí para allá, de ir a las oficinas para los desplazados sin que siquiera le parasen bolas, se había dado cuenta que esos ofrecimientos no alcanzaban para todos y que muchos de los beneficiados en realidad no eran desplazados, sin que a nadie le importase eso.
Sin pausa, -mientras la buseta subía el puente de la Avenida 68-, continuo diciendo que tras seis meses de rogar ser reconocido como un desplazado y que el estado le ayudase sin conseguirlo, había decidido devolverse a su tierra, así perdiese la vida, ya que prefería ir a morirse por allá, en donde había nacido, que seguir humillándose por nada;. que por eso había comenzado a subirse a los buses hasta completar la plata de un pasaje en flota y algunos pesos para comer en el camino…y que para demostrarnos que era cierto todo lo que nos había contado, le pedía disculpas al público por lo que iba a hacer…
Todo esto lo había dicho mientras caminaba por el pasillo sujetándose de los descansa- cabezas. Pude ver en las caras de algunos de los pasajeros una curiosidad casi morbosa. El hombrecito se sorbió los mocos y se enjugó las lágrimas con el dorso de una de sus manos. Volvió a pedir disculpas, insistiendo en que esto le apenaba mucho, en especial con las damas presentes, pero que sabía que en esta ciudad ya nadie creía en la buena fe de gente necesitada como él. Que nunca se hubiera imaginado haciendo esto, pero que era necesario.
En lo personal, no entendía muy bien todo esto, pues no veía nada fuera de lugar en su discurso…hasta el momento era una historia más, eso sí, para mí, sincera, y muy lamentable, pero, a fin de cuentas, un caso más…
Entretanto el personaje proseguía con su retahíla de disculpas por lo que iba a hacer…y no sé lo otros, pero yo me sentía ansioso por ver que iba a hacer este tipo, ¿.qué más podía faltar en su petición? Para mis adentros dudaba en pensar si este hombre era un histrión redomado o uno de los más sinceros y auténticos menesterosos que en mi larga vida conociera. Admito que me inclinaba más por la segunda opción.
Y el tipo dale que dale con que le apenaba lo que iba a hacer…hasta el chofer le había bajado al volumen de la radio, seguramente atrapado por el relato…vaya uno a saber. Los diez o doce pasajeros que aun quedábamos le mirábamos expectantes. ¿Qué iría a hacer este hombre? Yo creía haberlo visto todo, locos suplicantes que actuaban, historias sórdidas y lacrimosas, con crímenes y violaciones de por medio; amenazas veladas de que un ex presidiario asesino reincidiese, ahí en un bus, por falta de una moneda; llagas postizas pero asquerosas; enfermedades terminales muy contagiosas que nos podían prender si no nos desprendíamos de una moneda rápidamente…
Cuando el personaje de marras llegó a la registradora, se volvió para pararse de frente a las filas de sillas y, sujetándose con la mano izquierda del correspondiente pasamano, miró uno a uno a los pasajeros cautivos, entre ellos cuatro señoras de mediana edad, una colegiala adolescente, dos señores de tercera edad, tres hombres maduros; un niño de unos siete años, y a mí, quien no le quitaba la vista de encima. Supongo que los demás le miraban de igual modo. Tras un breve silencio, empezó otra vez diciendo que a todas sus desgracias había que sumar la más terrible de todas, que era la de tener que vivir no siendo más un hombre…y, otra vez, comenzó a llorar en silencio, mientras que con su mano derecha procedió intempestivamente a bajarse el sucio pantalón de sudadera, hasta la mitad de los muslos, dejando expuestos sus órganos genitales. Se escucharon unos oh! y ah! de las señoras.
Electrizado, no logré apartar los ojos de esa singular visión, y entre sorprendido y algo confuso, pude ver un mustio miembro gravemente lacerado, con una muesca de carne ausente y medio escroto, ambas partes ennegrecidas y tumefactas. Las exclamaciones de sorpresa continuaban, y uno de los señores mayores, bastante airado, le ordenó que se cubriera, que no fuera impúdico, que no fuera tan cochino. Ajeno a estos reclamos, nuestro personaje, sosteniéndose los pantalones bajados, comenzó a ir de un lado para otro por el pasillo, deteniéndose en cada puesto para mostrar sus desgracias a quienes fueran capaces de sostener la mirada. Entre tanto, insistía en pedir perdón por hacer esto, pero argüía que era la única manera de que la gente le creyese; que era la única manera de probar que lo de la mina quiebrapatas no era una mentira y que ese fatídico evento le había convertido en un hombre mutilado.
Sobra decir que todos, incluidas las señoras escandalizadas, la adolescente presa de una risilla nerviosa, hasta el anciano en su recato ofendido, y yo mismo, un incrédulo impenitente, le dimos alguna moneda. Tras recoger la limosna, volvió a acomodarse los pantalones, agradeció de mil maneras, y aprovechando una parada de la buseta, se bajó de ésta, dejando tras de sí una auténtica sorpresa.

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