viernes, 25 de junio de 2010

DE TRANSFUGAS, TRAIDORES Y CONTUBERNIOS

Por: Carlo Mantiz

Esta es una historia de tránsfugas, traiciones y contubernios. Es una historia patética y, hasta cierto punto, inverosímil pues resulta muy difícil, de cara a la lealtad y a la decencia, de cara al rasero de la honestidad, creer que algunos espíritus sean capaces de mostrarse tan rastreros e inicuos en la consecución de protervos fines cuyo mísero corolario es la prosaica riqueza o el enajenante poder. Tristes fines, casi siempre logrados confirmando el manual de Maquiavelo y reafirmando su pérfido principio de que el fin justifica los medios. En honor a la verdad, prácticamente desde siempre, atenidos a las sagradas escrituras, la traición ha sido una mácula en el voluble carácter de los hombres; pero, quizá, nunca antes, como en estos tiempos , tal acción ha sido tan descarada, cuando los valores éticos son cosas de conveniencia y casi letra muerta; mero motivo de escarnio para los cínicos y descreídos.
Hubo antaño cierto dique moral que contenía los desmanes de algunos hombres, por naturaleza, refractarios a la virtud y pasto predilecto de la infamia y el abuso. Cierto es que se trataba de una moral farisaica, impuesta desde el púlpito por salaces pederastas, capaces de incinerar, a cambio de prebendas, la disidencia que cuestionase el statu quo avalado por ellos. Una pseudo moral, absolutamente pérfida que de manera secular corrompió aun más el carácter retorcido de aquellos hombres animados por un espíritu renegado, ajeno al amor fraterno y presa de intenciones genocidas. Muy pocos se imaginan, y aceptan, el inconmensurable daño que una doble moral, -esa de pontificar la virtud en público y practicar el pecado en privado-, le ha hecho a este pueblo catecúmeno una clerecía hipócrita y corrompida hasta el tuétano. Tan grave ha sido su desatino que hoy, de frente a Dios y a la Sociedad humana, ellos son los principales responsables del total descrédito que padece la virtud; del doblez de los sentimientos y del empoderamiento de la traición y el transfuguismo en la pusilánime conciencia de muchos hombres de condición pública.
Y, quizá, no existe campo más fértil para las expresiones más abyectas de estas cuestionables conductas que el de la política y la deletérea vida de aquellos que se definen a sí mismos como hombres políticos. Un buen ejemplo lo constituye el mendaz ejercicio de la política colombiana, reducto predilecto de los hombres más faltos de escrúpulos nacidos, vergonzosamente, de este lado del mundo. Es paradójico que una tierra tan ubérrima en su naturaleza haya permitido el engendro de algunas creaturas tan deleznables y sórdidas como ciertos personajes de nuestra clase política, especímenes muy representativos de tan abominables y mezquinas prácticas. Más paradójico que haya sido en un país pacato, consagrado por la beatería al Sagrado Corazón de Jesús. Aquí se han criado engendros que la fantasía popular podría asimilar como hombres-lobo, hombres-vampiro, hombres-hiena, y hombres-buitre: todos ellos, sanguinarios y absolutamente desalmados, que, motivados por un elemental afán de lucro y unas ansias de poder homicidas han masacrado, estuprado, envilecido, mancillado y expoliado la virtud en todas sus formas, merced al genocidio y a la tiranía impuestos sobre sus coterráneos, en cotas difícilmente igualadas por otros criminales homicidas a lo largo y ancho del orbe y del tiempo.
En sentido estricto, no podríamos decir que todos los politiqueros han sido actores directos de tales bajezas. Pero por cohonestar omitiendo juzgar o por cruenta indiferencia, todos si han sido responsables del ominoso resultado final que ha convertido a mi país en un triste despojo que ellos, como hombres-buitre se disputan. Ellos, los autodenominados hombres políticos colombianos, para los que Maquiavelo se quedo corto en su clasificación, pues en su tiempo, la noción de Dios tenía un valor moral que hoy no tiene y constreñía la vileza de los hombres; y la decencia era una virtud que los hombres se esforzaban por cultivar, siendo hoy totalmente desconocida para estos politicastros criollos.
Quien considere exagerado esto, o pudiera dudar de su certeza, es un retrasado mental o está totalmente desrealizado por su ignorancia crasa y la carencia de un juicio crítico en el que algún reato de conciencia aun le señale la clara diferencia entre lo que está mal y lo que es justamente correcto. Basta ver una panorámica a vuelo de pájaro sobre la variopinta fauna de nuestra clase política, vergonzante y vergonzosa, que día a día nos regala pintorescas, cuando no horrendas, muestras de su cruenta ambición y desmedida estulticia.
Hace no más de ocho años que el pueblo confundido y hastiado por tantos baños de sangre e infame expolio creyó, ingenua pero no inocentemente, que al elegir a uno de los hombres-lobo, magistralmente disfrazado de redentora oveja; dueño de un lenguaje envolvente y manipulador, de un espíritu aparentemente noble, pero, en verdad, feroz y aguerrido que ofrecía reivindicaciones por doquiera, lograría la paz social y de espíritu tan anhelada; el tener una vida tranquila tanto en el campo como en la urbe, y un mundo de oportunidades equitativas y ecuménicas para acceder al ubérrimo (pero no a su finca) país consagrado al músculo cardiaco del nazareno. Este nefasto ser embelesó con pases de sierpe mañosa, ofreciendo, a toda costa, devolver la libertad de movilidad por el territorio nacional y poner en cintura a los hombres-lobo del monte, que asolaban la tierra santa y se estaban acercando osadamente a las ciudades, hasta ese momento, ajenas al fratricida conflicto de los campos. Prometió traer generosos, caritativos y desinteresados inversionistas extranjeros para reactivar la economía desangrada por los hombres-vampiro de la banca, dándoles la tajada del león por su loable altruismo. Habló de justicia social, y se dio golpes de pecho al lado de los jerarcas de la iglesia pederasta. Prometió acabar con el hambre y la pobreza endémica, solo que no dijo que era exterminando de hambre a los pobres. Y por último, de la manera más quijotesca, se comprometió a desfacer toda clase de entuertos y enderezar torceduras crónicas. En fin, toco y hablo de todo lo profano y lo sagrado engatusando muy bien al pueblo. Y este pueblo, este triste pueblo, una vez más creyó con la ilusión, anheló con el deseo y se olvidó que la realidad no está hecha de simples promesas y que solo se construye con genuino amor de patria, noble inteligencia y verdadero espíritu de justicia y equidad, repartiendo la demasiada riqueza que se concentra en tan pocas manos.
Este oscuro demiurgo les habló de una ética de trabajo y más trabajo, solo que nos les dijo que en verdad no habría más trabajo y que el poco que habría sería trabajo esclavo con sueldos de miseria. Lo cierto es que el trabajo disminuyó para las por siempre clases desposeídas, cada día más pauperizadas y rayanas en la miseria. Nunca hubo tanto desempleo y hambre por doquier. Pero aun así los hombres y mujeres de ese pueblo iletrado no entendieron.
De una manera sutil, negativamente admirable por lo artera, se aprovechó del miedo secular de las gentes e implementó un aparato de terror para combatir el terrorismo (otrora llamado inconformismo y reclamo de los desposeídos) aparentemente fundado en la mistificada ley de una constitución casi perfecta que con él se convirtió en letra muerta. Emprendió una guerra sucia, fomentado la delación, -desde los párvulos hasta la tercera edad-, con recompensas extraídas del erario público; premio con becas, trabajo, estudio y residencia en países del primer mundo a los terroristas genocidas relapsos y delatores (de izquierdas y derechas), y exonerándolos de cualquier responsabilidad legal por sus crímenes. Aprovechando las arcas ubérrimas del sangrado país, compró las conciencias de otros politicastros para que avalasen sus intenciones de permanencia en el poder; compró a otros plutócratas para que le defendiesen y sostuvieran ante los ataques de los enemigos del Estado, ahora cualquier simple detractor suyo.
Con su verborrea pueblerina satanizó a todos sus detractores y a todos estos les señaló como enemigos del Estado, para que sus esbirros, a sueldo o simples regalados simpatizantes, se los quitaran de en medio, como fuere. Ante la conciencia pública se erigió en una especie de redentor perseguido, víctima de aquellos que simplemente cuestionaban su elemental maniqueísmo y sus sectarias posiciones de exclusión hacia todos aquellos que no compartiesen su peculiar manera de ver el mundo y ejercer el poder. El país se convirtió en una extensión de su finca y lo administró como había aprendido a hacerlo con sus vacas y peonada.
Triste decirlo, pero con este personaje, la práctica más abyecta de la política alcanzó nueva dimensión, cuando quiso legislar por su cuenta, ser, a la vez, juez, fiscal, jurado y verdugo. Ser voz y ser lanza. Sin vergüenza alguna, arremetió contra la constitución, que el mundo reconocía como casi perfecta, pues parecía hecha para ángeles, ya que no se ajustaba a sus intereses; y con saña persiguió a los jueces que se atrevieron a juzgar apegados a la ley y trató de imponerles sus fiscales de bolsillo, así como hizo con el procurador y otros funcionarios de control que no eran más que polichinelas suyos. Como a otros, satanizó y señaló a los jueces de la patria que no hincaron su rodilla, y ante la nación, los declaró enemigos del estado insinuando con ello que sería legítimo que cualquier sicario de lenteja les agrediera.
En ejercicio de esa pérfida política de que el fin justifica los medios, entre sus secuaces más primitivos (adscritos a los aparatos represivos), una exigencia suya, mal entendida eso sí, por alcanzar resultados positivos en la lucha contra la insurgencia, dio lugar a uno de los más aterradores episodios de su desquiciado mandato: la muerte de miles de jóvenes inocentes de los estratos más bajos disfrazados de subversivos.
Amparado en la vieja estrategia de legitimar lo indecente invocando lo sagrado, - dándose golpes de pecho en las misas bajo las sotanas de una tradición religiosa farisaica y haciéndole genuflexiones a los jerarcas pervertidos de esa iglesia totalmente desacreditada por siglos de vicio, ignominia y servilismo a los mezquinos intereses de los poderosos-, hacía creer al pueblo raso que él era un buen hijo de Dios. Un buen creyente, un protector elegido para cuidar de ese pobre pueblo abusado. Y ¡ Oh curiosa paradoja !, ese pueblo abusado le creía y de absurda manera le veneraba, quizá por aquella singular condición sicológica (científicamente demostrada) de que podemos terminar amando a quien nos viola y abusa, a nuestros queridos verdugos.
De esta singular manera gobernó a este paisillo por dos periodos, aspirando, en su desmedida megalomanía e insana voracidad de poder, hacerlo por un tercero. Para ello corrompió a todo aquel que fuese corruptible, y le hizo zancadilla a la ley y torció la Carta Magna hasta donde pudo. La valiente decisión de la Corte Suprema, lo impidió, aplazando por un tiempo más dosis del mismo dolor para este sufrido pueblo.
Sin embargo, experto en trapisondas, contubernios, traiciones e incitaciones a los más descarados transfuguismos (y otras lindezas de este jaez), manipuló a esa clase política corrupta para garantizar un continuismo del catecismo que él impusiera ocho años atrás. De entre sus huestes surgió un singular clon,- temible por su ambición desmedida, juventud irreflexiva y avieso carácter-, quien recibió las banderas para convertirse en su reemplazo. Pero las triquiñuelas de la politiquería, claro está que más por enemistades que por convicciones morales (en una consulta popular para elegir candidato del partido al cual pertenecía este espécimen, hasta los de los demás partidos votaron por la otra candidata con tal de que este torvo personaje no ganara), dieron al traste con esa patética candidatura, lo que no impidió que el clon, bien adiestrado en todas las mañas, traicionase a sus copartidarios, renegando de sus promesas, para terminar colgándose oportunistamente del otro avatar del sátrapa, surgido de sus siniestras entrañas.
Por un curioso fenómeno, aun en estudio por la intelligentsia criolla, las clases altas, o burguesía local, comenzaron a demostrar cierto hartazgo y abierta repulsa al ambiente de corrupción y manipulación creado por este gobierno, y concluyeron que su previo apoyo había sido un error de cálculo que ahora debían subsanar. Era demasiado evidente que su canto de sirena había llevado al país a una polarización extrema, a un vergonzoso descrédito ante la opinión mundial y que ahora debían hacer algo. La plutocracia del país, muy fortalecida en su riqueza durante esta administración, también trató de deslindarse de quien otrora fuese su paladín, y sin mucho disimulo comenzó a coquetear con otras fuerzas políticas que a la postre les garantizaren la continuidad de su rapiña. Ellos solo se eran fieles a sí mismos y a los carteles financieros mundiales en cuya banca protegían los capitales expoliados en su patria. La burguesía local, aparentemente harta de parecer cómplice, o al menos indolente, emigró sus convencionales intereses hacía aquel que pudiese garantizarles, a mediano y largo plazo, su statu quo, sin mayores sobresaltos.
Y así, llego el tiempo de una nueva elección para la primera magistratura del bien abusado y por siempre sufrido país. Utilizando el poder como se acostumbra en un país en que se soslaya la ley, el sátrapa hombre-lobo, disfrazado aun de oveja, impulsó la campaña de su testaferro ideológico; uno que habría de garantizarle la prevalencia en el poder, aunque fuese en las sombras. Como un singular hito histórico aparecieron nueve candidatos a la presidencia, cada uno de ellos aparentemente legitimo que incitaron a creer a los ingenuos que esta era una maravillosa democracia. Pero, a los ojos críticos de los inteligentes (que si los había, a pesar de todo), realmente ninguno de ellos representaba el verdadero cambio que requería este país para pasar de la barbarie a la civilización. Casi todos, ya que no todos, incluidos los tildados de independientes y en la oposición ideológica, de una u otra manera no eran más que réplicas desleídas de ese viejo politicastro ávido de poder: hijos de una cultura afincada en el despojo y en el abuso.
Unos más que otros, convenientemente pertrechados en el miedo secular del pueblo a esa violencia endémica que definía nuestra nacionalidad, se habían apropiado –unos con sutileza, otros con franco descaro- de las políticas de seguridad democrática que eran el mayor logro de la dictadura saliente. Otra vez se oyó ese manido canto de sirena, y el pueblo, defecado por el susto de que los hombres-lobo montunos nuevamente se fortaleciesen; un atávico miedo oportunamente manipulado, auspiciado y prohijado por el sátrapa saliente, en primera vuelta, eligieron al avatar de éste: un vástago de la plutocracia y autor de desmanes que habían comprometido la seguridad nacional al agredir a un país hermano, y bajo cuya tutela ministerial se habían producido los crímenes contra esos miles de jóvenes inocentes que disfrazaron de subversivos. A un declarado áulico de las políticas represivas del dictador en curso de salida.
Pero no pudo ganar de primera mano, pues no alcanzó la mitad más uno que la cuasi perfecta constitución exigiera como requisito para elegir al primer mandatario de la nación. Se le atravesó la elevada votación por un singular personaje atípico, dueño de un carácter histriónico y bastante circense; aparentemente más inteligente que el promedio de nacionales; inclasificable, por su honradez, dentro de los parámetros tradicionales de la fauna política local. Era un hombre de academia, experto en matemáticas y filosofía, que por extraños avatares de la historia había sido dos veces Alcalde de la capital del país, ejerciendo una administración que de manera evidente no robó y educó al populacho, mediante estrategias heterodoxas de corte bufonesco, a ser civilizados en su convivencia y a manifestar su descontento,- a causa del hambre y la miseria cabalgantes-, de manera amable y lúdica.
Con un discurso novedoso acerca del valor sagrado de la vida en un país de genocidas; del valor sagrado del erario público en un país de desfalcadores de oficio y de la conveniencia de educar a las masas para que reclamaran con mayor civilidad la reivindicación de sus derechos, cautivo unos cuantos millones de ciudadanos de distinta pelambre, entre ellos parte de esa burguesía asqueada del cinismo del gobierno saliente y de una juventud descreída apática y apolítica, que él con su original canto de sirena atrajo y sedujo. Era un discurso de la decencia, de la civilidad, de la legalidad. Poco importaba que este personajillo, ideológicamente no estuviese muy lejos del sátrapa reinante, con sus esquemas de represión para la disidencia extrema; ni que viese la economía como un digno cultor del neoliberalismo que favorece a quienes tienen y desmejora a quienes no tienen. Aunque su manera de explicarse era harto enredada y algunos ad láteres suyos decían que lo que pasaba era que la gente no sabía comprenderle, cuando lo cierto era que él no sabía explicarse. Quienes se mostraban como sus incondicionales exégetas (y por ende por encima del común intelectual) fueron sus principales impulsores y, cosa curiosa, quienes convencieron a los demás seguidores suyos, pues la verdad es que este personaje, por sí mismo, fue incapaz de hacerse entender, y aun menos de convencer a mentes desprevenidas.
En la segunda vuelta, este país de jumentos aumentó el porcentaje de quienes no le comprendieron, dándole al testaferro oficial un aval que prácticamente triplicó al histrión. Que el pueblo se merece sus gobernantes lo dijeron los griegos hace dos mil quinientos años, cuando hablaron acerca de los tiranos y sátrapas que gobernaron la Atenas, cuna de nuestra cultura. La única alternativa aceptable de quebrar la hegemonía de una política perversa estuvo en manos de una especie de muñeco de ventrílocuo, incapaz de explicarse por sí mismo y cuyo valor subjetivo solo se apreció a través de terceros que dijeron que él podía ser la redención. Y este pueblito la desperdició eligiendo más de lo mismo. Un pueblo que admite por lideres a traidores, tránsfugas y amigos de los contubernios.

miércoles, 23 de junio de 2010

EL HOMBRE MUTILADO

Por : Carlo Mantiz

Hacia mediados de los años 70 sonaba en las emisoras de la radio una canción con ritmo pegajoso cuyo principal estribillo rezaba “…si quieres conocer al pueblo colombiano tienes que subirte a un bus de transporte urbano”. Bueno, quizá no fuera así exactamente, de hecho ya alguno la recordará tal cual, lo clave es que entrañaba una verdad de a puño, que hoy cuarenta años después, conserva validez y total pertinencia. No hay mejor lugar para reconocer la variopinta muestra de la colombianidad que un bus, una buseta, o un colectivo. Hoy en día, hasta el mismo Transmilenio en algo sirve para esto, aunque su condición de masivo le despersonaliza a tal grado que esas inmensas masas de gentes impiden ver las personas para hacer una detallada auscultación de nuestra fauna urbana.
Como buen proletario y usuario recurrente del transporte público he tenido la oportunidad de presenciar una innumerable cantidad de hechos insólitos, algunos cómicos y chabacanos, otros grotescos y vulgares y unos cuantos trágicos y vergonzosos. Debo señalar que lo más representativo de esa Colombia popular justamente se muestra en las rutas que atienden los sectores urbanos situados hacia el sur del ciudad, principalmente, aunque por el crecimiento descontrolado de la urbe, podemos encontrar enclaves populares en distintas zonas de la ciudad, a veces englobados por nuevas urbanizaciones pensadas para albergar a la siempre emergente clase media, y cuando no, en sectores muy exclusivos, a familias de la burguesía local, en conjuntos urbanísticos de élite y muy reservados.
Sin embargo, es indudable que desde siempre, el sector sur de la ciudad ha sido el sector popular por excelencia; el lugar adonde, desde al menos 60 años atrás, comenzaron a llegar los primeros desplazados por la violencia sempiterna de nuestros campos; hombres y mujeres, en gran parte iletrados, que llegarían a constituir las legiones de obreros-esclavos de las pujantes industrias locales que poco a poco irían convirtiendo a Bogotá en el principal emporio fabril y comercial del país.
Como consecuencia de la brillante interacción entre seriadas administraciones públicas corruptas, la violencia endémica de izquierdas trasnochadas y godarrias anacrónicas y la perniciosa e inconsecuente intromisión del narcotráfico, en todos los niveles de la vida política y social del país, lo único positivo ha sido el incremento de la pobreza que siempre ha ido en alza, pareja a la migración forzada y a un galopante desempleo que azota de manera inmisericorde a los nuevos siervos de la gleba, ese mundo de obreros y empleados de bajo nivel que día a día luchan por sobrevivir por el mísero pan. De igual manera, día a día también se ha incrementado el número de niños, jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, dedicados al rebusque cuando no a la llana mendicidad, en tan variadas y recursivas formas que uno se sorprende de la ingeniosidad de un pueblo, que en otros ámbitos quizá pareciera un don bendito, pero aquí, tristemente, parece que fuera algo maldito.
El desfile de estas gentes pobres, o pobres gentes, es inacabable, y, así, en una buseta típica que puede estar cubriendo una ruta que va desde Bosa hasta el centro de la ciudad, puede apreciarse como ejemplares de esta clase, uno tras otro, se suben, -unos con anuencia del conductor, otros a la brava bien sea por la puerta de atrás, aprovechando que un pasajero se baja, o por la puerta delantera, brincando ágilmente la registradora- para ofrecer dulces de singular procedencia como Egipto o Turquía; o para ofrecer estampitas de santos o esquelas en miniatura con mensajes para amigos y enamorados; o colecciones de lápices y bolígrafos baratos; o una simple chupeta en forma de corazón, que van entregando a cada uno de los pasajeros sentados, mientras pronuncian una retahíla letánica mediante la cual se disculpan por incomodar al que duerme, al que charla, al que lee; advirtiendo que hacen esto forzados por la necesidad y como alternativa decente para no robar. Algunos, como quien escupe palabras que se atropellan en su boca, por aquello de la brevedad del tiempo disponible, cuentan una historia personal trágica y pesarosa; unas veces dicen que están recién salidos de la cárcel, otras, que tienen Sida o Cáncer o que sufrieron un accidente; que están solos, o con muchos niños que alimentar, y con hambre…en fin, hay tantas historias como personas, aunque, quizá por el fin previsto, tiendan a la final a parecerse todas. Los pasajeros, no sin cierto automatismo, resignados reciben lo que se les ofrece para luego devolverlo en un gesto de apatía e indiferencia, cuando no optan por quedárselo dando a cambio las monedas solicitadas..
La cotidianidad de estos sucesos le ha restado el impacto emocional que hace apenas un par de décadas atrás suscitará cuando comenzaron a aparecer, aquí en la ciudad, una nueva clase de indigentes y riadas de más y más desplazados.
Hacia los años 60 y 70 del siglo pasado, podían encontrarse habitando en las calles, unos cuantos niños abandonados, o fugados de sus casas, a quienes la gente denominaba con el singular galicismo de gamín o el peyorativo y menos eufónico pelafustán; criaturas, a la larga, bastante inofensivas que con su gracia y picaresca conmovían a una sociedad harto pacata y moralista, mientras luchaban por abrirse camino en la vida convirtiéndose en lustrabotas, coteros, recaderos, vendedores de periódicos y ocasionales mendigos. De hecho, los mendigos como tales no eran comunes, y si bien siempre ha existido la pobreza y su triste ahijada la miseria, ver indigentes en las calles era una cosa bastante rara.
Pero, a partir de los años 80, el incremento de la violencia política, con la aparición del paramilitarismo y el aumento de los frentes guerrilleros, fenómenos que siempre han afectado principalmente a las zonas rurales del país, propició el desplazamiento forzado de miríadas de campesinos, que, no teniendo a donde más ir, fueron a refugiarse a las ciudades, pauperizándose en grado extremo y llegando a engrosar los cinturones de miseria en las invasiones y asentamientos piratas de la periferia. A esto se sumo la aparición de una nueva casta de marginados, esa ingente legión de víctimas de la drogadicción , una plaga apocalíptica fomentada por la ambición desmedida de traficantes deshumanizados que no contentos con saciar a los toxicómanos del extranjero decidieron envenenar a nuestros niños y jóvenes para ampliar sus letales mercados; una legión de seres procedentes de distintos estratos y estamentos sociales, cuya fatal adicción indefectiblemente les ha llevado a niveles de abandono y enajenación personal antes desconocidos en estas tierras.
Ellos, junto con los más míseros, pronto constituyeron la casta de nuestros intocables locales, llegando a ser clasificados como desechables, término altamente peyorativo extrapolado del ámbito comercial, y muy en boga por esos años, alusivo al nuevo carácter desechable de muchos productos mercantiles. En nuestra farisaica sociedad la cosificación extrema del ser humano estaba expresa en esa oprobiosa clasificación.
Sin ir más lejos, de todas esas gentes es que surgen los trabajadores informales del transporte urbano, si así puede llamarse a la infinita fila de menesterosos que día a día abordan estos vehículos para buscar su magro sustento.
Al haberse hecho tan cotidiano este quehacer, el oído, al igual que la sensibilidad de espíritu, se endurecen y no pocos terminamos por volvernos escépticos cuando no indolentes totales o cínicos contumaces. Ante esta cruda realidad, puede verse como muchas de estas gentes, al menos aquellas que han asumido la mendicidad como oficio, se rebuscan creativamente para mejorar el impacto lacrimoso de sus discursos y seguirse aprovechando de los escasos reatos de conciencia y de moralismo piadoso que aún subsisten en el fondo de las almas adormecidas. Aún es posible sorprenderse ocasionalmente. A veces alguno logra impactarnos e inclusive trastornar nuestra sensibilidad con una historia muy peculiar, tan hábilmente urdida que fácilmente logra humedecernos la pupila y hacer que prestamente mandemos la mano al bolsillo para sacar, --me ha pasado-, nuestras últimas monedas, sin que nos importe quedarnos sin lo de otro pasaje, o descompletar lo de un corrientazo.
Precisamente eso me ocurrió hace unos días, exactamente un miércoles de febrero pasado, hacia las 9 de la mañana mientras viajaba en la ruta 120. Como de costumbre a esa hora me dirigía hacia el centro de la ciudad, inmerso en la lectura de un librito. A la altura de la Avenida Primero de Mayo, en cercanías del hospital de Kennedy, un cierto escándalo me sustrajo de la lectura. Los reclamos hechos al chofer, en un tono lastimero, acusando su indolencia, insolidaridad, escaso patriotismo, - y otras lindezas de este tenor-, por parte de un hombrecillo de mediana edad, harto desaliñado y con una fragancia similar a la de una cuadrilla de mineros al final de la tarde, suscitaron mi atención, mientras le veía afanosamente saltarse la registradora. Una vez logrado este paso, sin prestar atención alguna a las últimas reconvenciones del chofer que poco a poco se fueron apagando, el notorio personaje comenzó con la típica petición de disculpas, que por subirse así, que por robarse la atención de la gente, que por venir a aburrirnos, que por sacarnos del sueño, que por interrumpir nuestra charla, que por interrumpir la lectura…que por estar ahí obligado a pedir una limosna que le ofendía sobremanera porque él era un hombre trabajador y honrado que toda su vida había vivido del esfuerzo de sus manos. El tono de su voz y los modismos que empleaba delataban su procedencia de la zona norte del país, de alguna parte cercana a las costas; pues no tenía la cadencia marcada que tienen los propios costeños, y mucho menos la de los costeños corronchos que a veces les hace difíciles de entender para nosotros los cachacos.
Rápidamente nos informó que tristemente él era un desplazado más, víctima de los paramilitares que asolaban las tierras de Córdoba y Sucre; que a pesar de verse tan avejentado apenas tenía cincuenta y un años, cincuenta de los cuales había vivido como campesino, cultivando el ñame o el arroz, y levantando una que otra vaquita para tener leche y algo de carnita; que aunque jamás había sido un hombre rico, si había sido muy feliz, pudiéndose casar muy joven con el amor de su vida y engendrando con ella cinco hijos, tres de ellos estaban ya criados y con sus propias familias, dos de ellos viviendo en Santa Martha, y el otro en Barranquilla, mientras que los hijos menores, una adolescente de quince años y un niño de once, aun vivían, hasta hace un año, junto con su mujer y él mismo, en la pequeña finquita que le dejaran sus padres ya hacía más de veinte años.
Estas palabras le salían atropelladas de la boca, con un tono de sinceridad que había logrado cautivar la atención del pasaje. Súbitamente unas gruesas lágrimas se le escurrieron por las arrugadas mejillas y con la voz entrecortada prosiguió su relato. Nos contó como hacía apenas un año atrás, la mañana de un sábado había decidido ir al pueblo situado a cuarenta minutos a pie, a buscar un comprador para una de las vacas ya crecidas, y se llevó consigo al hijo menor, que siempre solía acompañarle a todas partes. El chiquillo, consecuente con su edad, iba saltando de un lado para otro, recogiendo guijarros y palos, cantando puyas y derrochando alegría, mientras él caminaba ensimismado pensando en sus cosas. De repente, como a diez minutos del pueblo, oyó una explosión seca, como la de una mecha de tejo y sin entender bien por qué se vio levantado por los aires, y muy aturdido, mientras sentía que miles de agujas se le clavaban en el bajo vientre y las piernas. Completamente desubicado y presa de un dolor lacerante, cayó al piso estrellándose contra los cantos rodados del camino y allí, perdió la conciencia.
Todos estábamos expectantes. Aún lloraba sin gimotear. Sujetándose de los pasamanos, continuó su relato. Nos dijo que había despertado una tarde, tres días después, en la cama del hospital local, con los muslos envueltos en gasas y fajas y una dolorosísima sonda que le salía del pene. Al pie de la cama estaban su mujer y su hija con una cara de trasnocho, muy entristecidas. Se veía que habían dormido bien poco y sufrido mucho. Preguntó por el niño, y ellas se miraron entre sí mientras le contestaban al unísono que estaba bien, que estaba en la casa. Y sin darle tiempo a replicar, inmediatamente le comentaron que era un tipo muy afortunado y que se alegraban de que estuviera aun con vida, pues accidentalmente se había activado una mina quiebrapatas y parte de las esquirlas, -clavos oxidados-, se le habían incrustado en el cuerpo sin causarle demasiado daño. Que debía estarse tranquilo mientras terminaba de curarse, solo por unos cuantos días.
Sin embargo, por cuenta de las infecciones, estuvo tres meses en el hospital hasta que un día le dieron la salida. Durante todo ese tiempo, nunca pudo ver a su hijo, bien sea porque se encontraba en la escuela, -eso le decían-, o porque estaba cuidando las vacas, o simplemente porque le había dicho a la mamá que no le gustaban los hospitales y que no quería ver a su papá tullido en una cama. El día de la salida, salió caminando ayudado de muletas y decidió irse inmediatamente para su casa. Durante el trayecto su mujer apenas le hablaba y lloraba en silencio, haciéndole creer que era de alegría por su regreso. Cuando llegó a la casa se enteró de la verdad más triste de toda su vida. Su hijito adorado había recibido el impacto directo de la explosión muriendo en el acto. Esta noticia casi le enloqueció y le llevó a perder las ganas de vivir. Se distanció de su mujer y abandonó el cuidado de la finquita. Una mañana su mujer y su hija le dijeron que se iban a visitar al hijo de Barranquilla, solo por unos días, y pasados cuatro meses aun no habían vuelto. Solo, y muy abatido, apenas se aseaba pensando como morirse cada día, pero su fe en la santísima Virgen María, lo sostenía mientras una especie de resignación comenzaba a anidarse en su alma. Una mañana, las gallinas cacarearon espantadas y los dos perros ladraron desaforados. Se asomó a la puerta de la casa y allí en el patio de enfrente había seis hombres vestidos de camuflado y con los rostros cubiertos por pasamontañas. Todos llevaban armas largas, unos con fusiles y otros con changones. Uno de ellos lo llamó por su nombre…” Eh ¡fulano de tal ¡…somos miembros de tal y tal grupo paramilitar y necesitamos que evacue esta casa, porque en unos días esto se va a convertir en un campo de batalla y no queremos causarle ningún daño…tiene 24 horas para recoger sus corotos e irse, si no lo hace no seremos responsables por lo que pueda ocurrirle…”. Y sin más se marcharon dejándole aun más aburrido que antes. Muy abatido, y al borde de la desesperación, hasta pensó en quitarse la vida, pero sus creencias religiosas le espantaron esa mala idea. Dejar que lo mataran tampoco era una buena idea, así que, muy a su pesar, hecho en una casa algunas prendas de ropa, dos panelas y dejando la puerta de la casa abierta se marchó sin destino fijo. Ese día comenzó su peregrinaje. No queriendo convertirse en un estorbo para nadie decidió no molestar a los otros hijos y yendo de aquí para allá, terminó llegando a la capital, esperanzado de encontrar ayuda para poder regresar a su tierra sin temor a ser asesinado.
Pero una vez acá, se dio cuenta de que la realidad podía ser aun más triste, y que gente como él había por miles. Nunca creyó que aquí hubiera tanta miseria ni tanta gente mendigando. Le sorprendió la mentira y el engaño que muchos avivatos, supuestos menesterosos, empleaban para sacarle el dinero a la otra gente y al mismo estado. Que a él, acostumbrado a trabajar y ganarse el sustento, nunca se le había ocurrido mendigar, pero que aquí no había encontrado nada que hacer, pues él solo sabía lidiar con azadones y ordeñar las vacas. Que cansado de ir de aquí para allá, de ir a las oficinas para los desplazados sin que siquiera le parasen bolas, se había dado cuenta que esos ofrecimientos no alcanzaban para todos y que muchos de los beneficiados en realidad no eran desplazados, sin que a nadie le importase eso.
Sin pausa, -mientras la buseta subía el puente de la Avenida 68-, continuo diciendo que tras seis meses de rogar ser reconocido como un desplazado y que el estado le ayudase sin conseguirlo, había decidido devolverse a su tierra, así perdiese la vida, ya que prefería ir a morirse por allá, en donde había nacido, que seguir humillándose por nada;. que por eso había comenzado a subirse a los buses hasta completar la plata de un pasaje en flota y algunos pesos para comer en el camino…y que para demostrarnos que era cierto todo lo que nos había contado, le pedía disculpas al público por lo que iba a hacer…
Todo esto lo había dicho mientras caminaba por el pasillo sujetándose de los descansa- cabezas. Pude ver en las caras de algunos de los pasajeros una curiosidad casi morbosa. El hombrecito se sorbió los mocos y se enjugó las lágrimas con el dorso de una de sus manos. Volvió a pedir disculpas, insistiendo en que esto le apenaba mucho, en especial con las damas presentes, pero que sabía que en esta ciudad ya nadie creía en la buena fe de gente necesitada como él. Que nunca se hubiera imaginado haciendo esto, pero que era necesario.
En lo personal, no entendía muy bien todo esto, pues no veía nada fuera de lugar en su discurso…hasta el momento era una historia más, eso sí, para mí, sincera, y muy lamentable, pero, a fin de cuentas, un caso más…
Entretanto el personaje proseguía con su retahíla de disculpas por lo que iba a hacer…y no sé lo otros, pero yo me sentía ansioso por ver que iba a hacer este tipo, ¿.qué más podía faltar en su petición? Para mis adentros dudaba en pensar si este hombre era un histrión redomado o uno de los más sinceros y auténticos menesterosos que en mi larga vida conociera. Admito que me inclinaba más por la segunda opción.
Y el tipo dale que dale con que le apenaba lo que iba a hacer…hasta el chofer le había bajado al volumen de la radio, seguramente atrapado por el relato…vaya uno a saber. Los diez o doce pasajeros que aun quedábamos le mirábamos expectantes. ¿Qué iría a hacer este hombre? Yo creía haberlo visto todo, locos suplicantes que actuaban, historias sórdidas y lacrimosas, con crímenes y violaciones de por medio; amenazas veladas de que un ex presidiario asesino reincidiese, ahí en un bus, por falta de una moneda; llagas postizas pero asquerosas; enfermedades terminales muy contagiosas que nos podían prender si no nos desprendíamos de una moneda rápidamente…
Cuando el personaje de marras llegó a la registradora, se volvió para pararse de frente a las filas de sillas y, sujetándose con la mano izquierda del correspondiente pasamano, miró uno a uno a los pasajeros cautivos, entre ellos cuatro señoras de mediana edad, una colegiala adolescente, dos señores de tercera edad, tres hombres maduros; un niño de unos siete años, y a mí, quien no le quitaba la vista de encima. Supongo que los demás le miraban de igual modo. Tras un breve silencio, empezó otra vez diciendo que a todas sus desgracias había que sumar la más terrible de todas, que era la de tener que vivir no siendo más un hombre…y, otra vez, comenzó a llorar en silencio, mientras que con su mano derecha procedió intempestivamente a bajarse el sucio pantalón de sudadera, hasta la mitad de los muslos, dejando expuestos sus órganos genitales. Se escucharon unos oh! y ah! de las señoras.
Electrizado, no logré apartar los ojos de esa singular visión, y entre sorprendido y algo confuso, pude ver un mustio miembro gravemente lacerado, con una muesca de carne ausente y medio escroto, ambas partes ennegrecidas y tumefactas. Las exclamaciones de sorpresa continuaban, y uno de los señores mayores, bastante airado, le ordenó que se cubriera, que no fuera impúdico, que no fuera tan cochino. Ajeno a estos reclamos, nuestro personaje, sosteniéndose los pantalones bajados, comenzó a ir de un lado para otro por el pasillo, deteniéndose en cada puesto para mostrar sus desgracias a quienes fueran capaces de sostener la mirada. Entre tanto, insistía en pedir perdón por hacer esto, pero argüía que era la única manera de que la gente le creyese; que era la única manera de probar que lo de la mina quiebrapatas no era una mentira y que ese fatídico evento le había convertido en un hombre mutilado.
Sobra decir que todos, incluidas las señoras escandalizadas, la adolescente presa de una risilla nerviosa, hasta el anciano en su recato ofendido, y yo mismo, un incrédulo impenitente, le dimos alguna moneda. Tras recoger la limosna, volvió a acomodarse los pantalones, agradeció de mil maneras, y aprovechando una parada de la buseta, se bajó de ésta, dejando tras de sí una auténtica sorpresa.

domingo, 13 de junio de 2010

EL MUNDO DE LAS PUERTAS

Por: Carlo Mantiz

Para salir al otro lado del túnel, mientras se caminaba por él, había que toparse con infinidad de puertas, algunas de apariencia muy siniestra y otras llenas de embelecos, muy al estilo de lo descrito en el Lobo Estepario como una de sus oníricas experiencias. Puertas marcadas con distintos rótulos. Las había para todo tipo de gustos, y traspasándolas, fácilmente, podía uno perderse en los singulares mundos que cualquiera de ellas ofreciera. las distracciones y las tentaciones eran tantas y tan sugestivas que substraerse de su encanto era asunto harto difícil, cuando no imposible...sobre todo para espíritus pusilánimes y mentecatos.

La puerta rotulada carne ofrecía a granel toda la imaginable posibilidad del amor erótico, de la ilusoria pornografía y de las más sofisticadas perversiones sexuales…era una puerta muy solicitada en todo los tiempos, en especial los modernos. Cuando infinidad de seres del mundo humano, enajenados en su percepción, y victimas cotidianas de unos massmediaperversamente erotizados, traspasaban ansiosos, con regular frecuencia, su lúbrico dintel.

Otra puerta, marcada como realidades no-ordinarias, era sumamente atractiva; había efluvios de mil olores hipnóticos, miles de posibilidades para recrear cualquier ritual extático, bajo los efectos de enésimas sustancias psicoactivas, una muestra enciclopédica de la inmensa farmacopea acopiada por la especie humana a través de su historia…allí podía justificarse su uso mediante prácticas esotéricas, chamanísticas o pseudo místicas y religiosas si se quería. Un fascinante sitio, de sumo atractivo, para amantes de la nigromancia, tristes ocultistas y magos blancos o negros... para todos los falsos demiurgos de cualquier jaez...y cosa curiosa, había largas colas de gentes aguardando entrar por esa puerta.

Una siguiente puerta rezaba fanatismo, seguida de otras con infinidad de rótulos todos terminados en ismo…era el pasillo de los sitios más enredados, donde más fácilmente solía perderse la gente…en parte porque frente a cada una de ellas había una buena cantidad de proselitistas motivando a la gente a ingresar, mefistofélica y mistificadoramente vendiendo su engaño.

Cierta puerta cuyo rotulo rezaba sociedades secretas, contaba con no pocos aspirantes, aunque, en relación al resto de aspirantes a las demás puertas, si eran muy pocos los que lograban entrar…pues tras ella habia unos selectores que tan solo permitían paso a los que eran, o parecían, poderosos; a gentes con aires de acaudalados, o con cara de privilegiados y miembros de las elites social y política…quien allí entraba, no volvía a salir por voluntad propia, pues veía su libertad inmediatamente coartada al ingresar ya que automáticamente se dinamizaban una serie de fuerzas coercitivas que no siempre resultaban comprensibles para la razón, y menos evidentes al ojo vulgar del hombre de a pie: solo los iniciados podían tratar de comprenderlo.

De hecho, de manera general, entrar por cualquier puerta implicaba subordinar el libre albedrío; verse sujeto al vaivén de fuerzas e intereses creados muchas veces ininteligibles e implacables pues pronto subyugaban la voluntad de quienes osaban entrar en sus dominios…

Sin embargo, la gente entraba por cada puerta siguiendo su propios instintos, debilidades o tendencias…en la mayoría de los casos era así, aunque hubiese puertas con un atractivo engañoso (y no eran pocas…) que contenían cosas distintas a la descripta en su rotulo, y podían convertirse en francas pesadillas para sus ingenuos usuarios…la influencia de los coercitivos (personajes comprometidos por intereses particulares con cualquiera de estas puertas), eran muy incisivos a la hora de motivar con ofertas artificiosas a los incautos peregrinos…por otra parte, a la gente casi siempre se le olvidaba que debía pagar por la satisfacción de cualquier anhelo o esperanza, pues en esta vida nada resultaba gratis.

A veces el precio era muy alto: la vida misma. cuando menos, la locura; una terrible y degradante enfermedad; una perpetua y cruel tortura mental; la perdida de la libertad; ser víctima de la injusticia más abyecta…en realidad, pocas de esas ofertas compensaban su valor real, muchas eran solo espejismos, con el esfuerzo inicuo que realizaba la mayoría para conseguirlas.

la búsqueda de paraísos artificiales consumía inicuamente la vida de cientos de millones de seres, que vivían enajenados del resto del mundo circundante, en una vivencia muy personal y totalmente ajena a la influencia directa de su entorno…ilusoriamente ajenos a los arteros manejos que ciertos inescrupulosos manipuladores hacen del mundo…sin por ello librarse de tristes consecuencias.

Una inconmensurable cantidad de gente terminaba sus vidas tras la cuestionable oferta de esa puertas…los pocos que lograban salir de esos submundos y regresar al túnel, lo hacían, cuando menos, muy marcados, bastantes deshechos…y en sus rostros y almas se reflejaban las huellas de sus sufrimientos.

Una gran parte de ellos se tornaba en conversos dogmáticos e inquisidores; otros en simples descreídos, ateos e impíos. Su dolor, al pagar el precio de sus deseos, les había adormecido la sensibilidad ingenua y primitiva que otrora les incitara a traspasar el dintel de una de esas funestas puertas. Semejaban creaturas catalépticas, mentalmente hablando, y su discurso estaba plagado de reconvenciones, advertencias, resentimientos y frustraciones. No pocos terminaban por pasar directo a la puerta rotulada “purgas. Sencillamente se eliminaba por el color de la piel, por el cariz de la ideología, por las creencias religiosas, por una diferente forma o costumbre de vida…en fin, por cualquier cosa...

Casi al final del túnel, tras miles de años de recorrido, se habían cerrado algunas puertas de manera definitiva, y sobre ellas rezaba una expresa y perentoria recomendación a abstenerse de entrar so pena de los más terribles castigos. Eran muchísimos los que por allí se habían perdido…sin embargo, aun así, no era raro encontrar a uno que otro distraído, o necio inveterado, husmeando ávidamente, merodeando confundido, tratando de transgredir la recomendación expresa…

Para los osados y sobrevivientes, pese a tan funestas experiencias, si se animaban a proseguir, hacia el final del túnel y quizá al final de los tiempos, podían encontrar otras puertas, algo distintas en su apariencia, eso sí muy cálidas y luminosas que insinuaban llamativas ofertas: una decia redencion eterna, otra amor fraterno, otra perfeccion espiritual, otra camino de la verdad, y una más, reconciliacion con papa...pero, oh! triste condición humana, eran muy pocos los que hasta allí llegaban. Lo sórdido siempre era más atractivo.

UN MISTICISMO SINGULAR

Por: Carlo Mantiz

La gelidez de la tarde imponía un ritmo lento a la actividad de los transeúntes; el vaho de cientos de alientos se confundía con la niebla, mitigando un tanto la frialdad de un clima cruel y dañino; el ruido estridente de un cochecito de ruedas esferadas, empujado por un hombrecillo de apariencia desastrosa, hacia volver las miradas de las vitrinas hacia la calle. El rechinar agudo y estridente del metal contra el asfalto generaba un rictus desagradable en la cara de la gente, y no faltaba el comentario descalificador dirigido a este hombrecillo para que de alguna manera acallara este horrible chirrido.

El hombrecillo apenas les miraba de soslayo, con un cierto rictus de ironía, pues ninguno de ellos le importaba, eran todas gentes, para él, extrañas, en todo sentido; seres que poco o nada tenían que ver con él, nada en común, acaso la humanidad, pero nada de lo que ella contenía: habitar la faz de un mismo planeta, respirar el mismo aire, recibir el mismo sol; residir en esa misma urbe, gentil para unos, despiadada para con otros.

Acostumbrado a la indiferencia que los otros le mostraban, iba muy concentrado en reconocer cualquier cosa tirada por el piso que a él pudiese servirle. Prácticamente casi todo era útil. Aun y a pesar de que para los demás fuesen desechos, el objeto más insignificante, tenia gran valor para él, pues significaba pan para sus hijos; el cartón, los papeles, la madera, el metal, y otros tantos desperdicios que esa sociedad consumista desechaba por doquier. Todo por allí tirado. Listo para recoger. En eso estaba el sustento, la plata para pagar el alquiler de la pieza, que en un infecto inquilinato, hasta hace unos días, compartiera con su mujer y sus seis hijos.

Poco, o nada, le importaba que le mirasen con desprecio, pues a fin de cuentas su único interés era la basura. Lo que los otros, en su afán consumista desechaban. De tal manera, que, inclusive, había encontrado verdaderos tesoros, joyas, dinero en efectivo, vetustas lámparas, añejas pero aun servibles; colchones con los resortes aun en buen estado, ligeramente manchados por los polvos de los ricachos, pero , útiles todavía; sillas de buena madera , ligeramente desvencijadas; unos cuantos pocillos de porcelana desorejados; e infinidad de cosas en razonable estado de presentación y uso; algo que quizás por mero descuido, o vanidad, vaya uno a saber, había terminado en la cesta de la basura.
Esa mañana había madrugado más que de costumbre. El canto del gallo le había hecho levantarse sobresaltado de la mugrienta y pulgosa cama. El frio de esas horas, arriba, en las colinas de los arrabales de la city, era extremo; calador hasta la medula de los huesos. Casi sintió dolor físico al enfrentar la atmosfera helada que le rodeaba, Sin embargo, la promesa hecha la víspera le despertó del todo y de un salto ágil había abandonado el lecho. Con paso cansino se dirigió al exterior de la casucha y se dirigió a lo que, eufemísticamente, llamaba el baño: una caneca metálica de 55 galones que recibía el agua lluvia de una canal, una letrina en el piso para las excretas…y ya, eso era todo…aun asi, esa mañana se rasuró con presteza, de muy mala forma, mostrando cuan poca practica tenía en ello. Debía estar presentable para lo que le esperaba. Con una vieja totuma escancio de la caneca la gélida agua sobre sus desnudos hombros, aplicándose un ligero y reconfortante baño de agua helada. El choque térmico, por unos instantes, le hizo abstraerse de eso que palpitaba como un brioso corcel en su magín. Tiritando de frió se frotó el cuerpo con una pedazo de una áspera toalla, hasta que entró en calor, y terminó con la piel enrojecida de tanto lustre.

Recurrentemente los recuerdos fluían en su memoria, y un tropel de ideas encontradas le desbordaba su limitada capacidad de discernimiento, que, por cierto, no era mucha. A veces experimentaba una especie de frenesí, parecido al de la fiebre. Sin pausa, regresó a la covacha y vistió con lentitud unos desteñidos pantalones de mezclilla, un saco de algodón perchado pletórico en agujeros y unas raídas zapatillas deportivas de marca que algún día conocieran gloriosas gestas. Un singular ruido de sus tripas le acordó que su última comida había ocurrido cerca de dos días atrás. Escarbo entre unas oxidadas latas de conservas aparentemente vacías y encontró un trozo de panela roída por las ratas, con la que, en un hornillo de alcohol, se preparó una aguadepanela, a la que acompañó de un enmohecido pedazo de pan francés, que llevaba unos cuantos días abandonado en una bolsa plástica. No había nada más para comer. Su mujer se había ido con los chinos a casa de una hermana, desesperada de aguantar tanta hambre. Ya hacia cuatro días habían partido, y él no había vuelto a saber nada de ellos. Eso le dolía un poco. Sin embargo, eso hoy no importaba mucho, especialmente hoy.

La luz del nuevo día rasgó las sombras nocturnas, y en medio de la pobreza de los desheredados del mundo, el astro rey se asomó con toda su terrífica belleza por encima de las montañas que al oriente circundaban la apática urbe. Con el primer rayo de sol, dejó su casucha y emprendió camino hacia la ciudad por las serpenteantes laderas llenas de desperdicios. A marcha forzada, después de caminar por hora y media llegaría al centro de la city. Pronto, el caminar rápido calentó sus ateridos músculos, y entre tanto rememoró los sucesos acaecidos la tarde anterior; unos hechos tan decisivos para lo que ahora se proponía hacer.

Ayer, como tantas otras tardes, había estado caminando por la avenida Principal, pidiendo limosna a los transeúntes. A pesar de tener un depurado estilo en estos menesteres, y de emplear como recurso histriónico una falsa llaga a la altura del estómago que impúdicamente exhibía para inspirar lastima, esa no era su tarde, pues escasas monedas, y de mínimo valor, yacían en el fondo de la escudilla de latón que utilizaba para su recaudo. La gente huía apenas se les acercaba, mirándole de reojo, con desprecio y algo de rabia. Este era un oficio que día a día se complicaba más y más, por distintas razones, entre ellas, la primera, la competencia desleal montada por gentes venidas sabe bien Dios de donde, y que poco a poco se habían apoderado de todas las esquinas criticas, de todas las puertas de los templos y establecimientos de comercio, de todas las intersecciones con semáforos…de todo el espacio libre…eran una plaga…había oído que se trataba de desplazados, término que nada le decía, pues él había sido un marginal toda su vida, un desplazado de todo lo que podía significar una agradable vida pequeño burguesa, aspiración ilusoria de esa gran mayoría anodina y adormecida por la rutina cotidiana de luchar con denuedo para llenar sus estómagos.

Por otro lado, se había extendido entre los habitantes de la andina urbe una actitud despiadada, impía, frente a tanto mendicante Ya casi nadie se conmovía de piedad, o siquiera espanto, ante las dantescas escenas de cuerpos llagados y mutilados que abundaban por las calles de la inhóspita ciudad. Toda esa cohorte de lisiados, apestosos, reales o fingidos, ya casi no conmovía a nadie…y el crimen había derivado de ello, pues ya no se pedía, sino que exigía con los métodos más salvajes. Esa competencia tan atroz por la limosna había llevado a algunos a extremos muy estudiados para inspirar lastima; pero estos recursos día a día se agotaban más y más, pervirtiendo con su abundancia la exclusividad que en algún momento fuese efectiva. Harto de esto, optó por entrar a la catedral para sentarse un rato en una de las últimas bancas, cercanas a la puerta. Con cierto deleite observó la luz tornasolada que atravesaba los delicados vitrales alegóricos que adornaban las ventanas de la nave principal y aspiró el rancio olor de las velas de cebo y del misterioso incienso. De alguna manera, este ambiente le era muy familiar, sin saber exactamente por qué; nada de esto le resultaba extraño. Tanto que no podía evitar sentir una singular atracción por todo lo que ese ambiente connotaba, mientras, la gente entraba y salía silenciosamente haciendo breves genuflexiones y santiguándose con afán ante la estatua del Cristo crucificado. Allí todo era reverencia, y la gente inclinaba la cabeza en señal de franco temor místico, musitando quedas letanías de plegarias y oraciones mientras desgranaban rosarios de cuentas desteñidas por el uso cotidiano. Damas con mantillas de punto, pletóricas en ricos encajes, leían, ávidas, desgastadas cartillas de oraciones, persignándose una y otra vez, de manera maquinal, mientras entornaban sus ojos para apreciar quien llegaba o salía.
Las filas de los confesionarios se sucedían con cierta regularidad y los feligreses participantes, antes de retirarse del templo, sacaban con abierta ostentación sus carteras o monederos, para sacar billetes o monedas que depositarían con descarado gesto de grandeza, en cestas de mimbre dispuestas para ello al lado de las efigies de los santos. A nuestro personaje, un rápido calculo financiero le hizo pensar en las magnificas entradas que habría de recibir una iglesia como aquella, hora tras hora, día tras día, año tras año, siglo tras siglo, Era un viejo y muy rentable negocio. Súbitamente, una insana curiosidad se apoderó de su mente, por inquirir adonde irían a parar esos ingentes recursos. Quien los administraría...qué habría que hacer para acceder al manejo de ellos. Abstraído en ello apenas percibió, al rato, como unos hombres de pequeña estatura (un poco más bajos que el…que era casi un enano), vestidos con largas túnicas de color marrón y capuchas que ocultaban sus cabezas y dejaban asomar levemente sus rostros, de tintes cetrinos, repartían bendiciones a diestra y siniestra, mientras dibujan una beatifica sonrisa en sus anodinos rostros. Otros monjes se dedicaban a recoger la limosna de las diferentes fuentes dispuestas a lo largo de los pasillos de la nave principal y corredores anexos…”vaya negocio”, pensó, a fin de cuentas ellos hacían lo mismo que él: en últimas, cual era la diferencia?. Ellos y él, vivían de la limosna, aunque ellos la recogieran de una mejor manera; sin permanecer en la calle expuestos a la intemperie, sin soportar menosprecios. Con un mínimo esfuerzo. Se preguntó cómo podría hacerse miembro de aquella comunidad religiosa. Alguna vez, había oído, que esas comunidades recibían a quienes quisieran apartarse del mundo, y, nuevamente se preguntó, acaso a él que le importaba el mundo. Eso era perfecto. Inmerso en esas cavilaciones, casi sin darse cuenta, se había parado y dirigido sus pasos en seguimiento de los monjes que recogían la limosna en medianas bolsas de arpillera sujetas por un extremo a un palo de avellana tallado. Estos, un vez terminaba su faena, se encaminaron hacia la parte posterior de la catedral, justo detrás del altar principal; por donde se accedía a la sacristía y a las catacumbas en donde reposaba el osario con los restos de los más ilustres habitantes de la urbe, muertos a través de los cientos de años que ésta ya tenía. Una pequeña puerta, situada justo detrás del altar, permanecía ligeramente entornada. Un letrero escrito en caracteres góticos señalaba que era un lugar de acceso restringido solo para los miembros de la cofradía Impulsado por la curiosidad, y luego de ver que no era observado por nadie, empujó la puerta apreciando que del otro lado había un corredor que terminaba en una escalera descendente en caracol hacia las entrañas de la tierra. Antorchas colocadas a intervalos iluminaban precariamente las paredes de roca viva que parecían horadadas en plena montaña. Algo inquieto, entró decididamente y descendió por las escaleras, procurando amortiguar sus pasos para no ser oído. Un cántico apagado emergía de alguna parte, allá abajo. Un poco sobrecogedor y repetitivo. Sin amilanarse por esa atmósfera algo siniestra, apresuró sus pasos en busca de la fuente de aquellos singulares sonidos, cuya intensidad se acrecentaba a medida que se acercaba a una entrada tallada en la pared y que conducía a otra escalera, aun más lúgubre que la anterior, siempre en descenso hacia las entrañas oscuras de la tierra. Oculto por las sombras poco a poco se acercó a un gran salón esculpido en la roca. En nichos horadados en las paredes yacía un sinfín de estatuas de la hagiografía cristiana. El tono del canto iba in crescendo, desconcertándole por que aun no atinaba a ver de dónde provenía. Al fin, detrás de unas columnas, encontró un pequeño espacio a manera de proscenio, en donde estaban reunidos unas cuantas decenas de monjes que semidesnudos se auto-flagelaban las sangrantes y desolladas espaldas con cilicios espinados, mientras entonaban el singular canto. Aterrado regresó sobre sus pasos, decidido a salir de allí corriendo, pero cuando accedió a la nave principal del templo, notó con estupor que allí ya no había nadie, y que las grandes puertas de la catedral estaban cerradas, dejándole atrapado. Las lámparas del techo refulgían magnificando las sombras de las columnas que adquirían perfiles horrorosos por los arabescos y figuras de gárgolas que las decoraban. El volumen del cántico se elevó hasta alcanzar un nivel de estruendo y el arrastrar de cientos de pies que se dirigían hacia donde él se hallaba, le paralizó de espanto, pues no atinaba a entender nada de lo que pasaba. Aterrorizado se deslizó debajo de una de las bancas anhelando que las sombras le encubriesen mientras la extraña procesión recorría los corredores y pasillos de la nave de la catedral, acercándose lentamente hacia donde él estaba.

Atónito, apreció como los monjes se despojaban de sus hábitos quedando totalmente desnudos y así vio sus magros cuerpos, llenos de sanguinolentas cicatrices y purulentas llagas. Sin parar, se flagelaban, ahora, unos a otros, con cilicios metálicos y bailaban una extática danza mientras persistían en sus letanías cantadas. Pronto, dispersos entre las bancas, se detuvieron y dejaron de cantar. Un silencio siniestro invadió toda la estancia. A la magra luz de los gigantescos candelabros que pendían del techo vio por vez primera sus rostros, y horror!!, cuántos de ellos le eran conocidos…!!. Sí, a muchos de ellos les había visto en las calles cubiertos de harapos, luciendo llagas, mendigando, igual que él. Qué extraña ironía del destino, qué cruel jugarreta de los dioses…!
Del fondo surgieron otros reconocidos mendigos ahora devenidos en monjes portando un sin número de bolsas de arpillera repletas de monedas y billetes. Sin esperar ninguna indicación al respecto se dirigieron hacia el altar mayor y allí, en medio de grotescos gestos que parecían remedar genuflexiones, procedieron a desparramar por el suelo, y sobre el ara misma, su mundano contenido. Ese producto de su rapiña sobre la fe de los píos. El resto de monjes mendicantes permanecía en solemne silencio. Una vez salió la última moneda y reboto por el piso, todos estallaron en groseras expresiones de júbilo, mientras procedían a contar el dinero. Muy acuciosamente lo hicieron por espacio de unas cuantas horas. Parecía increíble la cuantía recaudada, y en nuestro personaje, una súbita ambición superó al terror que le invadía; una insana codicia ocupó el lugar de la desconfianza. Con atención, los miro uno a uno, y así supo quienes eran, y esperó a que terminaran con su singular ritual.
El alma del hombrecillo estaba llena de incredulidad. No podía creer que los llamados hombres de Dios, los supuestamente despojados de todo, en total renunciación, se expresaran tan jubilosos ante el vil metal; mostrando ser adoradores mundanos como el más abyecto pagano.

En breve, comenzó nuevamente la extraña danza, y un nuevo cántico, esta vez, pleno de exaltaciones groseras, alusivas a la estulticia del género humano, a lo aborregado de su seso colectivo; en abierta burla a la pueril confianza de los seres humanos, de lo proclives a ser engañados Ah ¡! pobres hombres, míseras criaturas ávidas de milagros y redenciones gratuitas, dispuestos a pagar por ellas; que tontos e ingenuos eran, y eso era motivo de júbilo para estos miserables. De súbito, uno de los danzantes se detuvo y alzo su mano hacia la bóveda de la catedral ante lo cual los demás se detuvieron en silencio: ”…hermanos, ya hemos calmado una vez más, nuestra sed, nuestra esperanza de poder y gloria. No olvidemos que todo se lo debemos a las sagradas escrituras que rezan que todos los humildes serán ensalzados y glorificados. Por nuestras llagas, por nuestra pobreza, por nuestros votos de renunciación a los placeres del mundo; debemos continuar; debemos atraer a más hermanos, para colmar las ilusiones que tanto anhelamos, erigiendo más templos; debemos recaudar más fondos para acrecentar el poder temporal de la iglesia. Adelante. No desfallezcan pues ya saben cúal es el premio final para los más abnegados…”

Y los otros prorrumpieron en expresiones de aclamación y asentimiento, mientras comenzaban a vestir sus hábitos abandonados sobre el suelo, para, a continuación y en fila india, emprender el regreso hacia las profundidades de la catedral, dejándole a él, al verdadero mendigo, allí, mustio y casi helado, presa de la incredulidad y atónito al extremo.

Tardó unos cuantos minutos en recuperar la plena conciencia para recordar que estaba atrapado, pues las puertas permanecían cerradas. Resignado concluyó que lo mejor era esperar, insomne, a que abrieran el templo en la mañana, para salir de allí corriendo, cosa que efectivamente así hizo.
Llegó lo más rápido que pudo a su infecta habitación y se refugió bajo unas raídas y apestosas mantas, sumamente impresionado por los acontecimientos vividos. Pronto, un misericordioso y alucinante sueño lo arrebató de sus desdichas mundanas, hasta la mañana del día siguiente, cuando el canto de los gallos le despertó repentinamente.
Y otra vez estaba allí, frente al templo, a las primeras horas de la noche, cuando los últimos feligreses espetaban sus postreras oraciones. Entrando discretamente, se arrellanó en una banca situada detrás de una de las columnas principales, lejos de las miradas de quienes llegaban, y de quienes pudieran estar ubicados mirando hacia el altar mayor. Los pliegues de las bolsas de plástico enrolladas alrededor de su torso le producían mucha incomodidad, y el nauseabundo olor de una sustancia combustible harto conocida le atosigó sus fosas nasales forzándole a abrir la boca en busca de aire más puro. En el bolsillo trasero del pantalón palpó los dos cartuchos de dinamita que encontrara días atrás entre una caja de cartón.
Eso estaba decidido. En sueños había visto que debía hacer para remediar tanta infamia; tanto asalto a la ingenua estupidez de los pobres humanos, que merecían, a su ver, un mejor trato. No había derecho a tanto abuso, no señor, eso ya estaba decidido.

La figura de un monje bonzo auto inmolándose, como una tea humana, le martillaba el trasfondo de la mente, igual que un terrorífico telón de fondo. Eso le daba un sentido a su vida. Era un justo sacrificio, pero, más justo aún si en el arrastraba a todos aquellos desquiciados vestidos con hábitos marrones que ya comenzaban su rutina de recolección y emprendían el camino hacia las entrañas de la tierra…

RETAZOS DE UNA VIDA CRAPULESCA

Por: Carlo Mantiz

Como tantas otras veces el frio asfalto había sido su colchón de aquella madrugada. Una vez más, sin zapatos, en calzoncillos, con una simple camiseta, y sin documentos, caminaba en calcetines bajo una gélida llovizna de madrugada, calado hasta los huesos. Tiritaba, castañeando los dientes, pero feliz. En toda su crapulosa vida no recordaba haber tenido otra noche igual. Aturdido aun por los vapores orgiásticos trataba focalizar en su mente el rostro desvaído de la última guaricha que se dejara poseer. Así, con vacilante paso, se enfiló hacia el centro de la ciudad, en busca de sus conocidos de siempre, algunos locos amanerados, disfrazados de hippies trasnochados y los típicos vagabundos sempiternos.
La ciudad despertaba con un ensordecedor barullo de miles de voces, motores al máximo ralentí, y los pasos apurados de miríadas de seres en pos de grises o brillantes destinos. Vaya uno a saber que se traía cada uno. A fin de cuentas, cada uno estaba en lo suyo y nada más importaba. Así era la vida en la urbe. Millones de personas desconocidas de ignotas procedencias y aun más extraños destinos. El miraba los rostros, de esquivas miradas, tratando de escudriñar por razones o sentimientos, pero tan solo veía ausencias, rechazos y mucho desdén; en alguno miedo, y en otros odio. Tras ser uno más en la estadística de los informales, de aquellos que oficialmente no existían por aquello de no estar insertos en la dinámica productiva, así mismo se consideraba una creatura anodina, de difusa silueta social. Quienes más atención le brindaban eran los miembros del aparato represivo, adoctrinados en la persecución de los indeseables indigentes bajo el inmoral y cuestionable criterio de proteger y servir a los que si están dentro del establishment.
Eso ya era rutina, el esconderse y correr. Más cuando el disfraz era más extremo, es decir, cuando más se parecía a las informes creaturas de la cloaca por llevar varios días con la misma ropa sucia, o sin ropa; sin asearse ni comer bien, luciendo demacrado y en lastimero estado; con los ojos vidriosos y sanguinolentos a causa de la inveterada crápula corrida por los sórdidos y enajenantes rincones de la insania loca, llamados cartucho, bronx, zona rosa, ollas y lupanares. Era, entonces, cuando más duro le daban, de patadas, de puñetazos, de bolillazos; recibiendo escupitajos y madrazos y, casi siempre, 72 horas de encierro en la UPJ, al lado de personajes de similar o más extrema laya. Sin comida, pero con muchísima agua recibida por las continuas lavadas punitivas a cualquier hora del día o de la noche; tratando de dormir en infectas celdas muy parecidas a las mazmorras de la Santa Inquisición. Aprendiendo más mañas de supervivencia y versiones sofisticadas de las depravaciones ya conocidas o aun por practicar.
Lo demás, refiriéndonos al otro tiempo en que no era perseguido ni encarcelado, se resumía a un deambular con itinerario definido por las ajenas calles de la gélida urbe, atrapada para siempre entre las montañas. Todo el tiempo en busca de algo: dinero, drogas, sexo, comida tal vez. En su escala de valores particular primaba la satisfacción inmediata de las sensaciones físicas, sin importar los medios: comer, mear, cagar, copular, dormir, meros verbos a ejecutar literalmente en la práctica, aquí y ahora, sin prioridad alguna. De ello había derivado la opción de convertirse en violador oportunista, en asesino ocasional, en atracador de oficio. El mundo estaba ahí para ser tomado, y más cuando nadie nos quería dar nada gratis.
Con la piel del cuerpo cruzada de infinitas cicatrices parecía un singular mapa ambulante. Heridas de puñal, rasguños de balazos y arañazos de gatas en celo cruzaban su deslucido rostro. Unas cuantas extremidades estaban remendadas y sostenidas por tornillos de platino. Le faltaba un riñón que se llevo un trozo de botella, y un testículo que se había tragado un perro callejero. Pero, pese a todo eso, casi era feliz, pues a fin de cuentas sin tener nada que perder, por nada sufría. Todo estaba por ganar. No había nada que perder, salvo la vida, que ya la tenía perdida, al menos, en parámetros o estándares del establishment; lejos de la virtud y de eso que la gente normal llamaba lo bueno. Pero, ya ese era un tema para moralistas, gentes ajenas a él, aparte de que tal término tan solo lo asociaba, hace ya mucho tiempo atrás, con la mata de mora.
Por un viejo rezago de moral cristiana se estimaba incapaz de aplicarse el suicidio; a fin de cuentas el alma o espíritu, le habían enseñado, eran eternos o infinitos, y, si bien el no se ponía a dilucidar la diferencia entre una y otra condición, lo único que tenía claro es que tal estado significaba que “no-terminaba”, o “no-tenia-fin”; como quisiera interpretarse. Esa misma noción le había llevado a asumir cierta indolencia frente al dolor de la vida; a considerar de naturaleza pasajera cuanto suceso aconteciera; a no darle mayor importancia a los hechos de la vida de los hombres; creaturas tránsfugas y efímeras; inexorablemente perecederas y perpetuamente vanidosas; al extremo, ridículas y fútiles en demasía.
Todo su fin era satisfacer el cada vez más animalesco instinto; practicar todo aquello que le atrajese por su anomalía, perversión o morbo. A fin de cuentas hacía mucho tiempo que había dejado de lado su condición de ciudadano-normal. Eso a nadie ya le importaba. De hecho, él, ya no le importaba a nadie, ni siquiera a Dios, si acaso existía. Como cientos de miles no era más que una sombra vacía de humanidad, un flaco remedo de los verdaderos hombres, esos que se habían apoderado del mundo e imponían sus criterios, para hacer al mundo a imagen y semejanza suya. Como nuevos dioses, amos de la riqueza que un ingente ejército de desheredados, segundo a segundo, incrementaba exponencialmente con su hambre irredenta.
En medio de toda esta singular manera de hacerse la vida, y a pesar de verse expuesto permanentemente a situaciones de extrema violencia, aun no aceptaba la solucion final - esa promulgada por unos malnacidos teutones autodenominados la raza pura -; A diferencia de estos, creía que cada uno tenía derecho a hacer de su culo un candelero, a vivir como pluguiese y a morir como pudiese. Lo malo era que los demás no pensaban así. De hecho para algunos él era un problema social; una mácula para la excelente organización que artificiosamente pretendían hacer parecer real a los ingenuos que se lo creían todo, bien, por ser pusilánimes intelectuales, o bien por tener simple miedo. Y, entonces, los escuadrones de limpieza social, le perseguían y, si podían, le cazaban, y a otros tantos de vida similar, para desaparecerles de la faz de la tierra, sin que nadie clamara por ellos, sin piedad, sin que a nadie este hecho homicida importara.

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La enorme casa paterna mostraba una arquitectura decimonónica, con un antejardín pletórico en azaleas, rosedales, margaritas, crisantemos, buganvilias, y un sinfín de matorrales de variada especie, al igual que un amplio solar en el que los árboles de papayuela y brevo se disputaban el espacio con matas de mora y gran profusión de plantas ornamentales propias del clima del altiplano. Una fauna minúscula, casi microscópica, pululaba a su antojo por entre el denso follaje que le daba cierto aire selvático a ese pedacito de tierra situado en medio de la aridez del concreto, del frio ladrillo toledano, del hierro forjado e insensible y del vidrio neutro y trasparente. La casa era de una sola planta, diseñada siguiendo el patrón hispánico de unas cuantas habitaciones alrededor de un patio central. Tejados en teja de barro y zinc en algunas partes, con paredes encaladas y marcos de puertas y ventanas en madera tallada Al menos se había construido unos cincuenta o sesenta años atrás, antes de los llamados años de la violencia, en una típica barriada de clase media, hacia el norte, en la capital mojigata de un país andino, consagrado al sagrado Corazón de Jesús.

De niño, solía correr alocado por los largos corredores de la casa, arrastrando un carrito de juguete mientras hacía onomatopeyas de un motor sometido a distintos esfuerzos; durante horas, daba una y mil vueltas, imaginándose que recorría el mundo y llegaba a parajes de extraños nombres, algunos de los cuales podía reconocer en el mapamundi del colegio de pago al que asistía por las mañanas desde que tuviera cinco años de edad. Que sensación tan esplendida dejar volar la imaginación, y, en pueriles ensoñaciones, dejar que pasaran las horas de días libres de angustias y de las responsabilidades adultas. Preocupado, si acaso, por no perderse la hora de las onces, típica tradición citadina que consistía en la degustación de vigorizantes tazas de espumoso chocolate, acompañadas con calientes almojabanas y crocantes achiras; subirse a los entejados de las casas vecinas para ver el mundo y espiar, encaramado en las tapias del patio, los quehaceres desprevenidos de las mucamas en los patios de ropas contiguos.
Desde que aprendiera a leer, a muy temprana edad, motivado por una selecta colección de cuentos -editados por Ramón Sopena a comienzos del siglo XX- y herencia de su abuelo materno, devoraba con avidez cuanto papel impreso cayere en sus manos: viejos periódicos, las cajas de empaque de productos comerciales, descontinuadas revistas; facturas de servicios públicos, cotizaciones comerciales, edictos, etc., etc. Durante horas, y días enteros, se sumergía en las fantásticas historias de los libros, olvidándose del mundo, inclusive de comer, hecho que fastidiaba sobremanera a la nana que le cuidara durante sus primeros diez años de edad, por ausencia de sus padres, que sujetos de la modernidad, vivían esclavos de sus trabajos, con escaso tiempo para descansar, y aun menos para atender a unos críos que en cierta forma eran una carga, casi un estorbo.
Tanto gusto por la lectura tuvo en él cierto efecto quijotesco pues con suma facilidad se apersonaba de las vivencias de los protagonistas y desrealizado daba pábulo a las más locas ensoñaciones y fantasías, recreando las historias, haciendo participar a sus hermanos pequeños, siempre en los papeles secundarios, pues él era el héroe por antonomasia y el mundo estaba allí para ser conquistado por su audacia e imaginación. Asi, la vida transcurría apaciblemente, en una ciudad pacata y en extremo fría. Sin mayores sobresaltos, sin mayores afugias. Aunque no era una familia con dinero, el trabajo honesto de los padres, simples empleados, y su juiciosa administración de los limitados recursos les había permitido llevar una existencia digna, limpia y sin hambre, con lo básico para sacar adelante a una prole numerosa.
Con enormes sacrificios y total dedicación laboral, lograron que todos sus vástagos fuesen educados en colegios privados hasta terminar el bachillerato clásico. De ellos, a la final, tan solo el primogénito optó por ingresar a la universidad pública. Con esfuerzo lo logró, en dos de ellas. Comenzó a estudiar dos carreras distintas, pero complementarias, y a la mitad de una de ellas se cansó y la abandonó, prosiguiendo con la otra que llevó a feliz término, a pesar del desenfreno que algún día, hacie los ventitantos años, se apodero de su vida, llevándole por los tortuosos caminos de la crápula invicta.
En términos generales, podemos decir que su infancia fue grata y con las vicisitudes propias de esas edades. Nunca conoció situaciones de trauma mayor, y el dolor de la muerte llegó tardíamente a su vida, pues la presencia de su primer muerto en directo, una querida tía abuela, ocurrió cuando ya él se acercaba a la treintena. No recibió demasiados abusos físicos, fuera de unas cuantas tundas con palos de escoba, fuetazos y cachetadas que sus irascibles abuelas y padre solían prodigarle por ser tan inquieto, con una relativa frecuencia, dependiendo de su estado de ánimo, y el de ellos, y el calibre de las travesuras que nunca alcanzaron el grado de fechorías. La verdad, es que fue un chico muy inquieto, harto inquisitivo e intelectualmente muy activo. Su amor por la lectura le prodigo una cultura general riquísima que le situaba siempre por encima de los otros chicos de su edad, lo que se traducía en constantes rechazos de estos, expresos a manera de burlas, cuando no franco desprecio, que, mientras comprendió las verdaderas razones, le atormentaron muchísimo, pues era de carácter muy sociable y le interesaba la gente a pesar de ella misma.
Desde muy temprana edad manifestó un inusual interés por la sexualidad y en medio de la mojigatería social vigente, se procuró una educación de elevado nivel, preocupándose por no caer en los extremos propios de las aberraciones o perversiones que tan bien tipificadas aparecían en los textos de sicología. Aun así, desde un comienzo, como desde los siete u nocho años, este aspecto constituyó parte fundamental de su personalidad, determinando su accionar emocinal con las mujeres en prácticamente todas las ocasiones, e impidiéndole tener una simple novia, pues desde los quince años conoció mujer, en el sentido bíblico, y ya no quiso relacionarse afectivamente de otra manera con ellas. A partir de esa edad, diferenció a las féminas entre aquellas que eran de su familia, hermanas y primas, absolutamente neutras; las amigas o compañeras de colegio, parcialmente neutras, y las demás, sujetos pasionales en perspectiva.
Una conciencia clara de su superioridad intelectual, presente desde muy tierna edad, representó siempre, paradójicamente, una especie de desventaja frente a los otros, pues cundían la mediocridad y la ignorancia en una magnitud tal que eran opresiva mayoría, imponiéndose por lo general. Esto se traducía en una enorme dificultad para encontrar verdaderos amigos, dispuestos a aceptar su espíritu crítico, nada conformista, y su temperamento vehemente y beligerante ante las manifestaciones de arbitrariedad o estulticia.
Aun así sobrevivió hasta una respetable edad, casi indemne y con un sano psiquismo, dueño de un carácter fortalecido por tanto desprecio, pues, como es bien sabido, es claro que lo que no nos mata, nos fortalece.

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La universidad pública, era, por esos años, un crisol de las subculturas regionales y de las clases sociales vigentes aun, antes de que un decreto del ministerio de hacienda reclasificara la población según sus ingresos y se la estratificara, eufemísticamente, acabando con los conceptos se clase alta, media y baja; aunque la gran mayoría del estudiantado pertenecía al sector de la clase más desfavorecida: Los hijos del proletariado. De tal modo que allí podía encontrarse, hombro a hombro, al hijo del carnicero de una población de provincia, junto al hijo del tendero citadino; al lado del hijo del labriego sencillo; todo en medio de una, con su singular mezcolanza de modismos lingüísticos y costumbres regionales muy peculiares, muchas veces contradictorias las unas a las otras, todo por la compleja geografía del país, que desde un comienzo había producido nichos culturales que tendían a crear particularidades regionales, no exentas de cierta rivalidad y mutuo desdén. Eso sin dejar de considerar, históricamente hablando, el remanente atávico de la conquista hispana, clasista, segregacionista, y excluyente.
Sin embargo, la universidad pública era lo más cercano al concepto de democracia plural y allí, al menos en teoría, podían expresarse opiniones contradictorias al régimen político, al grado de permitir en su seno la existencia de grupúsculos políticos de toda laya, algunos en extremo radicales, como los autodefinidos anarcos, seguidores de la doctrina de Bakunin con un toque criollo y macondiano, que en la práctica solo representaban a un minúsculo segmento de estudiantes totalmente desadaptados y desubicados, con cara de eternos bravucones, herméticos con los ajenos a su grupillo; promotores inveterados de las famosas pedreas (enfrentamiento a piedra con la policía antimotines por motivos que cada ocho días variaban) y avalanchas (para no hacer la cola en el restaurante universitario, una vez abrían las puertas del mismo, se lanzaban en tropel para alcanzar los primeros puestos, lo que generaba una estampida general de al menos doscientas personas, de donde algunas salían lastimadas). La tendencia ideológica, naturalmente, era de izquierda, con una fuerte influencia del marxismo-leninismo (línea Moscú) y un declarado apoyo a todas las causas de los oprimidos y explotados a nivel mundial. Esa era l la U; la Nacho (Universidad Nacional); la U. del pueblo y para el pueblo; al menos, ese había sido su concepto original y tal situación la había convertido en un lugar que, para los más reaccionarios miembros del establishment, era un foco infecto de desadaptados, revoltosos y rebeldes sin causa.
Por supuesto que había gente muy seria en su compromiso político y social, y que desde muy jóvenes habían tomado partido por la defensa de las causas sociales, dedicándose a estudiar y a generar hipótesis de trabajo tendientes a encontrar soluciones a la problemática nacional. Esos eran los que sacaban la cara profesionalmente y competían por las escasas oportunidades de trabajo que la clase hegemónica no lograba ocupar con sus vástagos, generalmente educados en las universidades privadas (solo para la élite criolla) con estándares más apropiados para condiciones de países del primer mundo.
Un singular concepto de extraterritorialidad había dotado a la nacho de un fuero especial que le permitía a sus ocupantes ser ciudadanos privilegiados en cuanto al cumplimiento de la ley; dicho en otras palabras, se había legitimado en el campus la protesta sistemática, el mitin político, el graffiti contestario, el derecho a la huelga; hechos que eran sumamente reprimidos de puertas para afuera en la pseudo democracia que clamaba la clase gobernante, vaya paradoja, pues co-existían, en el país del Sagrado Corazón de Jesús, la represión oficial cotidiana contra la clase trabajadora y la manifestación anarco- nihilista, casi que consentida de un selecto grupo de estudiantes hijos de los mismos trabajadores. Así era casi todo, muy paradójico.
Por años, se identificó a la Nacho con la izquierda revolucionaria, y de sus huestes salieron no pocos convencidos que el cambio había de darse por la fuerza, y consecuentes con ello, cogieron p’al monte, identificados con los iconos modernos de la lucha guerrillera como Mao Zedong, el Che Guevara y otros de similar jaez. Una vez allí, crearon cuasi repúblicas independientes, en las que se imponía un autoritarismo revolucionario y a manera de catecismo se leían El Capital, el Libro Rojo de Mao, y la obra completa de Vladimir Ilich. También, se cantaba una versión criolla de la internacional, junto con una letanía de consignas de corte revolucionario que de tanto repetirse terminaban por lavar el cerebro de los pobres campesinos reclutados a la fuerza para enfrentar a los aparatos represivos del estado, un conjunto variopinto de más campesinos, otros hijos del pueblo, generalmente paisanos de los guerrillero, emparentados en no pocos casos con estos, y enfrentados a muerte por una ideología que muy pocos, o casi ninguno, asimilaban ya sea por tradición cultural –un medio de godos- o por física ignorancia. Los renegados de la Nacho se convirtieron, por sustracción de materia en el campo, en los ideólogos de esos informes grupúsculos de guerrilleros campesinos.
De la U. de esos tiempos, lo más admirable era el espíritu libertario que florecía por el campus; un prurito contestatario permanente frente a la inicua expoliación ejercida por la burguesía y la eterna carencia de oportunidades para los ajenos a las élites locales. Como un crisol, allí podían encontrarse posturas ideológicas antagónicas y extremas, en todos los aspectos de la actividad humana, ya sea a nivel político (por excelencia), religioso, artístico-cultural, etc., etc. Gracias a los massmedia y al auge de nuevas tecnologías informáticas, el crecimiento exponencial del conocimiento abría nuevos horizontes para juventudes ávidas de nuevos saberes, de experiencias ajenas al parroquialismo. La incipiente globalización, traía hasta la puerta de las aulas expresiones culturales distintas, problemas comunes con habitantes de las antípodas, y una universalidad de lo humano como nunca se había visto antes en la historia. Y todo eso era muy bueno, para soslayar el espíritu provinciano que aun animaba al país del Sagrado Corazón de Jesús.
Lamentablemente, la actividad contestataria se limitaba a las consabidas pedreas iniciadas por los denominados anarcos, quienes, como ya contáramos, luego de fomentar una avalancha en la Cafetería Central para ubicarse en los primeros puestos de la fila para entrar a almorzar, y tras hacer la digestión, tendidos al sol como lagartos en los jardines aledaños a la Plaza Che, salían a enfrentar a los tombos antimotines, que estaban parqueados desde tempranas horas, sobre la calle 45 y la calle 26.
A los anarcos, pronto se unía una heterogénea tropilla de secuaces que se encargaba de desmontar las tapas de las cajas de inspección para arrancarles trozos de concreto y de ladrillos, que, en cadena humana, transportaban, a veces, desde al menos 150 metros del lugar de la batalla campal, mientras se desgañitaban con las trilladas consignas contestatarias típicas contra el imperialismo norteamericano y la condena a sus intervenciones; vivas a todas las revoluciones proletarias del mundo; apoyo moral a las víctimas de turno del neofascismo, como líderes sindicales y sociales y políticos de izquierda encarcelados, o asesinados. Todo esto ambientado con madrazos de parte y parte, entre tombos y revoltosos; matizado con gases lacrimógenos y la explosión aterradora de una que otra papa (explosivos de mínima potencia destructiva pero con gran resonancia). Y de pronto con la osada presencia de un comando de las guerrillas urbanas, de rostros con pasamontañas y portando amenazantes changones y pistolas, en tanto arengaban a los curiosos y tiraban por el aire volantes impresos con propaganda subversiva. Todo esto en fracciones de minuto, mientras se intensificaba la contienda pétrea y comenzaban a aparecer los primeros caídos de cada bando, y se recrudecían los insultos; así, al menos por espacio de unas tres horas en promedio, hasta cuando los tombos, quizá ya mamados de tanta mamadera de gallo, arremetían a través de las puertas, invadiendo el campus, corriendo detrás de las tanquetas y los carros antimotines, otros en motocicletas, y comenzaban a perseguir con saña, dando bolillo a diestra y siniestra, a los que estaban de curiosos, pues los combatientes duros, los anarcos radicales, ya se habían retirado dejando a estos mirones-huevones como carne de cañón para enfrentar la rabia de los tombos. Estos, a la final, siempre se llevaban a unos cuantos, bien pateados y magullados; casi siempre, como directa consecuencia de los disturbios, las autoridades universitarias decretaban el cierre temporal de la U y todos, activistas y mirones, debíamos irnos a casa hasta nueva orden. Es un hecho curioso, pero estos eventos ocurrían casi siempre los días miércoles y viernes, después del almuerzo, aun por razones desconocidas para quien esto escribe.
Casi siempre la policía se excedía y terminaba masacrando a algunos de los que cogían; muchas veces se reportaron desapariciones y se acusó a la fuerza pública de haberlos asesinado o de tenerlos prisioneros de manera extraoficial, para torturarlos, en la paranoica creencia de que esos estudiantes subversivos debían tener información acerca de los movimientos de las guerrillas. Por esos días entró en vigencia el llamado Estatuto de Seguridad que no era más que una forma soterrada para legalizar la violencia oficial y justificar los excesos de sus aparatos represivos. A causa de él, todo aquel que criticara al régimen, de manera pública o alterando el orden público (las pedreas, las manifestaciones, las marchas, por ejemplo) era sujeto de persecución y, no pocas veces, de exterminio. Podía convertirse en una víctima más de la no reconocida guerra civil que vive nuestro país desde tiempos inmemoriales.
Al otro día de la pedrea, aparecían voceros del estudiantado denunciando la desaparición de fulano, de mengano, de zutano y de perencejo; acusando a la fuerza pública, y por ende al gobierno central, de ser asesinos del pueblo. Organizaban más marchas simbólicas, otras pedreas, a su vez con más desaparecidos, y por último, procedían a rebautizar uno a uno los edificios del campus, a ponerle nombre a los árboles, las piedras, los muros; hasta no quedar espacio por renombrar con los nombres de todas las víctimas de la violencia oficial, en una acción muy macondiana, por cierto, pero consecuente con la realidad histórica vivida. Y de esos años acá, es tan poco lo que ha cambiado. En esos años, aun menos, nada cambiaba, todo seguía un patrón igual: las libertades individuales restringidas, un estado de guerra intestina y sucia permanente, una persecución para los disidentes sin cuartel. Una infame guerra de hermanos, en la que hay solo villanos (los asesinos de uno y otro bando) y víctimas inocentes representadas en personas viudas, niños huérfanos, gentes mutiladas y millones de desplazados, amén de los campos desolados y botín de expoliación por las voraces rapiñas de lado y lado.
De la U, salieron no pocos idealistas-anarquistas, yéndose los más radicales para el monte, bien sea reclutados en la Cafetería, o en la Biblioteca Central, y, por lo general, se perdieron para siempre, en la maraña del confusionismo sectario; de la información falseada por tintes pseudo libertarios que ciegamente propugnaban ideológicamente la mayoría de estos grupos, matizados con chapuceros conceptos del materialismo dialectico. Se volvieron catecúmenos dogmáticos y erigieron un panteón con iconos deificados como Lenin, Mao, Che Guevara y el, por siempre, malinterpretado y abusado Carlitos Marx; dizque para hacer la guerra de clases y propiciar que el proletariado mundial accediese al poder. Esa era, y aun es, su ilusa quimera; mientras unos amos nuevos, llamados barones de la droga, cultores de la forma más salvaje del capitalismo mercantilista, se lucraban vendiendo veneno y armando a las dos partes en conflicto con sus fondos inagotables, solo en su propio beneficio, mientras incrementaban el mayúsculo desorden de la guerra, para poder pescar en rio revuelto y, soterradamente, apropiarse del mayor botín de guerra: la tierra y el control emocional de la sociedad colombiana.
Esos estudiantes idealistas, que con el tiempo perdieron su rumbo y terminaron siendo los idiotas útiles al servicio de los más inicuos intereses, a la postre flaco favor le hicieron a la honra de su Alma Mater; no pocos de ellos terminaron también prohijando esa nueva forma de explotación a través del vicio y el crimen. En otra dirección, con sus confusas y retorcidas ideologías, terminaron auspiciando una reforma agraria sangrienta en la que los desposeídos nunca fueron los grandes terratenientes sino los pobres campesinos minifundistas, esas invisibles víctimas del fuego cruzado, entre una guerrilla metalizada, sin ideológía y desrealizada y un ejército de paramilitares, pagados con el capital privado de esos grandes terratenientes. Resulta patético reconocer que algunos de esos estudiantes ilusos, terminaron sirviendo a unos señores extremadamente insensibles, de ambiciones insaciables y supremamente egoístas, que desde una época no muy lejana, ya habían decidido defender, a sangre y fuego, sus tierras de las invasiones del campesinado desheredado.
Todos esos ilusos obraron dejando tras de sí una insana escalada de muerte y negación que afectaba directa, y casi exclusivamente, al pueblo que, dizque, -eso decían en sus discursos revolucionarios- pretendían reivindicar y defender. Que paradójica insania.

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Se conocieron en la U. el día del examen de admisión. Ella tenía una apariencia virginal, con la tez blanca, algo lívida, unos serenos ojos color miel, y una armonía de facciones muy agradable. Su cuerpo, sin ser voluptuoso, destacaba sus féminas formas con donaire y garbo: mostraba, además, unos dientes parejos que le daban una sonrisa sana, algo ingenua, un poco infantil; y su cabello, castaño claro, ensortijado, caía en largas guedejas hasta la altura de los senos, dando al rostro de rasgos angelicales, un ligero toque andrógino. A él, ella, le pareció simplemente bella. Y desde que la vio por vez primera, se enamoró perdidamente, al grado de no apartarse de su lado ni un instante hasta lograr su aquiescencia. Ese fue su amor más grande, como hombre joven, salido recién de la adolescencia, y de manera harto idílica, intentó recrear la atmósfera romántica que signó los amores caballerescos de antaño; cifro sus esfuerzos en encontrar ese modelo de amor intenso, totalmente entregado, absolutamente sublime y sacrificado. Se empecinó en ver en este amor, el que más le convenía. Lo curioso es que ella, al parecer no pensaba ni sentía lo mismo. Ella, era definitivamente una chica pragmática y bastante moderna, y, aunque no se atrevía a expresarlo por temor a herirle, se sentía agobiada con tanto romanticismo, harto acosada: pero tierna, al fin de cuentas, nada le decía y solo le dejaba obrar simplemente. No pudo evitar enamorarse de él.
Nuestro Romeo, en su vasta ensoñación amorosa, ya había contraído nupcias con ella y formalizado un hogar, por supuesto en su desbocada imaginación. Definitivamente iba muy de prisa en ese tema. Y consecuentemente con ello, pronto una cosa sucedió a la otra y cuando menos se dieron cuenta, ella ya no era una estudiante primípara ni tampoco virgen, pues habían terminado por consumar tanto amor en la forma harto prosaica como se ayuntan las creaturas biológicas. El, con suma pasión, de toril desbordado, ella con la timidez de la casta primeriza y los singulares complejos de una precaria educación sexual, muy pacata y deformada, dada por su mamá, quien le había enseñado que el miembro viril era como la tusa de una mazorca. Y qué sorpresa encontrarse con lo que realmente era. Ay niña!, que realidad tan distinta…! Ay Dios mío, que confusión y qué sofoco. La verdad es que esa primer ayuntamiento no fue una experiencia muy exitosa y menos gozosa,al menos para ella, si nos atenemos a lo escrito por ella en su diario y que él, sin proponérselo, un día tuvo a su alcance. Allí, ella se expresaba humillada y, por haber sido penetrada por detras, en cierta forma abusada. Decía que en definitiva no había disfrutado nada, mientras que él, tan iluso, confiaba en haber sido un amante excepcional. Ya el tiempo le demostraría que alcanzar esa categoría estelar no era tan sencillo.
Aun así se enamoraron perdidamente y él la amo como hasta ese momento no lo había hecho con ninguna otra. La amó con locura, pensando que sería para siempre, hasta que duró; pues como advirtiera el más sagaz de los pseudo filósofos criollos, nada es eterno en el mundo, al parecer, ni siquiera el amor. Un día, a los pocos años, ella, cansada sufrir las locuras de él, -una imparable escalada en la crápula bohemia del alcohol y la maracachafa-, decidió dejarlo, y por muchísimos años no supieron nada el uno del otro. Ella, por razones aun oscuras nunca se casó, y él, por razones más oscuras aun, se casó casi dos veces. Pero jamás se olvidaron. Un día, del pasado más cercano, en una calle, se encontraron de frente y el corazón de los dos saltó de sus pechos, en tanto cruzaban una mirada de incredulidad, presas de sentimientos encontrados y un palpitante temor. Hay que dcirlo: ella lucia tan bella como se puede estar cinco lustros después,un poco marchita, y él tan atractivo como pueden dejar dos matrimonios y una vida llena de excesos y afugias. Más nada se dijeron, pues nada había que decirse, y sin mirar atrás, cada uno siguió su camino, recordando, fugazmente, cuan bello había sido todo aquello que un día los uniera; pensando que era lo mejor a hacer, pues hay cosas que siempre conviene dejar atrás, y tan solo re-vivir como un sueño, nada más.
En la U. decían que la novia del estudiante nunca sería la esposa del profesional. No sé si eso sea del todo cierto, pero lo cierto es que a pesar de tanto amor, un día ella le dijo adiós, y él no pudo retenerla.