domingo, 13 de junio de 2010

RETAZOS DE UNA VIDA CRAPULESCA

Por: Carlo Mantiz

Como tantas otras veces el frio asfalto había sido su colchón de aquella madrugada. Una vez más, sin zapatos, en calzoncillos, con una simple camiseta, y sin documentos, caminaba en calcetines bajo una gélida llovizna de madrugada, calado hasta los huesos. Tiritaba, castañeando los dientes, pero feliz. En toda su crapulosa vida no recordaba haber tenido otra noche igual. Aturdido aun por los vapores orgiásticos trataba focalizar en su mente el rostro desvaído de la última guaricha que se dejara poseer. Así, con vacilante paso, se enfiló hacia el centro de la ciudad, en busca de sus conocidos de siempre, algunos locos amanerados, disfrazados de hippies trasnochados y los típicos vagabundos sempiternos.
La ciudad despertaba con un ensordecedor barullo de miles de voces, motores al máximo ralentí, y los pasos apurados de miríadas de seres en pos de grises o brillantes destinos. Vaya uno a saber que se traía cada uno. A fin de cuentas, cada uno estaba en lo suyo y nada más importaba. Así era la vida en la urbe. Millones de personas desconocidas de ignotas procedencias y aun más extraños destinos. El miraba los rostros, de esquivas miradas, tratando de escudriñar por razones o sentimientos, pero tan solo veía ausencias, rechazos y mucho desdén; en alguno miedo, y en otros odio. Tras ser uno más en la estadística de los informales, de aquellos que oficialmente no existían por aquello de no estar insertos en la dinámica productiva, así mismo se consideraba una creatura anodina, de difusa silueta social. Quienes más atención le brindaban eran los miembros del aparato represivo, adoctrinados en la persecución de los indeseables indigentes bajo el inmoral y cuestionable criterio de proteger y servir a los que si están dentro del establishment.
Eso ya era rutina, el esconderse y correr. Más cuando el disfraz era más extremo, es decir, cuando más se parecía a las informes creaturas de la cloaca por llevar varios días con la misma ropa sucia, o sin ropa; sin asearse ni comer bien, luciendo demacrado y en lastimero estado; con los ojos vidriosos y sanguinolentos a causa de la inveterada crápula corrida por los sórdidos y enajenantes rincones de la insania loca, llamados cartucho, bronx, zona rosa, ollas y lupanares. Era, entonces, cuando más duro le daban, de patadas, de puñetazos, de bolillazos; recibiendo escupitajos y madrazos y, casi siempre, 72 horas de encierro en la UPJ, al lado de personajes de similar o más extrema laya. Sin comida, pero con muchísima agua recibida por las continuas lavadas punitivas a cualquier hora del día o de la noche; tratando de dormir en infectas celdas muy parecidas a las mazmorras de la Santa Inquisición. Aprendiendo más mañas de supervivencia y versiones sofisticadas de las depravaciones ya conocidas o aun por practicar.
Lo demás, refiriéndonos al otro tiempo en que no era perseguido ni encarcelado, se resumía a un deambular con itinerario definido por las ajenas calles de la gélida urbe, atrapada para siempre entre las montañas. Todo el tiempo en busca de algo: dinero, drogas, sexo, comida tal vez. En su escala de valores particular primaba la satisfacción inmediata de las sensaciones físicas, sin importar los medios: comer, mear, cagar, copular, dormir, meros verbos a ejecutar literalmente en la práctica, aquí y ahora, sin prioridad alguna. De ello había derivado la opción de convertirse en violador oportunista, en asesino ocasional, en atracador de oficio. El mundo estaba ahí para ser tomado, y más cuando nadie nos quería dar nada gratis.
Con la piel del cuerpo cruzada de infinitas cicatrices parecía un singular mapa ambulante. Heridas de puñal, rasguños de balazos y arañazos de gatas en celo cruzaban su deslucido rostro. Unas cuantas extremidades estaban remendadas y sostenidas por tornillos de platino. Le faltaba un riñón que se llevo un trozo de botella, y un testículo que se había tragado un perro callejero. Pero, pese a todo eso, casi era feliz, pues a fin de cuentas sin tener nada que perder, por nada sufría. Todo estaba por ganar. No había nada que perder, salvo la vida, que ya la tenía perdida, al menos, en parámetros o estándares del establishment; lejos de la virtud y de eso que la gente normal llamaba lo bueno. Pero, ya ese era un tema para moralistas, gentes ajenas a él, aparte de que tal término tan solo lo asociaba, hace ya mucho tiempo atrás, con la mata de mora.
Por un viejo rezago de moral cristiana se estimaba incapaz de aplicarse el suicidio; a fin de cuentas el alma o espíritu, le habían enseñado, eran eternos o infinitos, y, si bien el no se ponía a dilucidar la diferencia entre una y otra condición, lo único que tenía claro es que tal estado significaba que “no-terminaba”, o “no-tenia-fin”; como quisiera interpretarse. Esa misma noción le había llevado a asumir cierta indolencia frente al dolor de la vida; a considerar de naturaleza pasajera cuanto suceso aconteciera; a no darle mayor importancia a los hechos de la vida de los hombres; creaturas tránsfugas y efímeras; inexorablemente perecederas y perpetuamente vanidosas; al extremo, ridículas y fútiles en demasía.
Todo su fin era satisfacer el cada vez más animalesco instinto; practicar todo aquello que le atrajese por su anomalía, perversión o morbo. A fin de cuentas hacía mucho tiempo que había dejado de lado su condición de ciudadano-normal. Eso a nadie ya le importaba. De hecho, él, ya no le importaba a nadie, ni siquiera a Dios, si acaso existía. Como cientos de miles no era más que una sombra vacía de humanidad, un flaco remedo de los verdaderos hombres, esos que se habían apoderado del mundo e imponían sus criterios, para hacer al mundo a imagen y semejanza suya. Como nuevos dioses, amos de la riqueza que un ingente ejército de desheredados, segundo a segundo, incrementaba exponencialmente con su hambre irredenta.
En medio de toda esta singular manera de hacerse la vida, y a pesar de verse expuesto permanentemente a situaciones de extrema violencia, aun no aceptaba la solucion final - esa promulgada por unos malnacidos teutones autodenominados la raza pura -; A diferencia de estos, creía que cada uno tenía derecho a hacer de su culo un candelero, a vivir como pluguiese y a morir como pudiese. Lo malo era que los demás no pensaban así. De hecho para algunos él era un problema social; una mácula para la excelente organización que artificiosamente pretendían hacer parecer real a los ingenuos que se lo creían todo, bien, por ser pusilánimes intelectuales, o bien por tener simple miedo. Y, entonces, los escuadrones de limpieza social, le perseguían y, si podían, le cazaban, y a otros tantos de vida similar, para desaparecerles de la faz de la tierra, sin que nadie clamara por ellos, sin piedad, sin que a nadie este hecho homicida importara.

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La enorme casa paterna mostraba una arquitectura decimonónica, con un antejardín pletórico en azaleas, rosedales, margaritas, crisantemos, buganvilias, y un sinfín de matorrales de variada especie, al igual que un amplio solar en el que los árboles de papayuela y brevo se disputaban el espacio con matas de mora y gran profusión de plantas ornamentales propias del clima del altiplano. Una fauna minúscula, casi microscópica, pululaba a su antojo por entre el denso follaje que le daba cierto aire selvático a ese pedacito de tierra situado en medio de la aridez del concreto, del frio ladrillo toledano, del hierro forjado e insensible y del vidrio neutro y trasparente. La casa era de una sola planta, diseñada siguiendo el patrón hispánico de unas cuantas habitaciones alrededor de un patio central. Tejados en teja de barro y zinc en algunas partes, con paredes encaladas y marcos de puertas y ventanas en madera tallada Al menos se había construido unos cincuenta o sesenta años atrás, antes de los llamados años de la violencia, en una típica barriada de clase media, hacia el norte, en la capital mojigata de un país andino, consagrado al sagrado Corazón de Jesús.

De niño, solía correr alocado por los largos corredores de la casa, arrastrando un carrito de juguete mientras hacía onomatopeyas de un motor sometido a distintos esfuerzos; durante horas, daba una y mil vueltas, imaginándose que recorría el mundo y llegaba a parajes de extraños nombres, algunos de los cuales podía reconocer en el mapamundi del colegio de pago al que asistía por las mañanas desde que tuviera cinco años de edad. Que sensación tan esplendida dejar volar la imaginación, y, en pueriles ensoñaciones, dejar que pasaran las horas de días libres de angustias y de las responsabilidades adultas. Preocupado, si acaso, por no perderse la hora de las onces, típica tradición citadina que consistía en la degustación de vigorizantes tazas de espumoso chocolate, acompañadas con calientes almojabanas y crocantes achiras; subirse a los entejados de las casas vecinas para ver el mundo y espiar, encaramado en las tapias del patio, los quehaceres desprevenidos de las mucamas en los patios de ropas contiguos.
Desde que aprendiera a leer, a muy temprana edad, motivado por una selecta colección de cuentos -editados por Ramón Sopena a comienzos del siglo XX- y herencia de su abuelo materno, devoraba con avidez cuanto papel impreso cayere en sus manos: viejos periódicos, las cajas de empaque de productos comerciales, descontinuadas revistas; facturas de servicios públicos, cotizaciones comerciales, edictos, etc., etc. Durante horas, y días enteros, se sumergía en las fantásticas historias de los libros, olvidándose del mundo, inclusive de comer, hecho que fastidiaba sobremanera a la nana que le cuidara durante sus primeros diez años de edad, por ausencia de sus padres, que sujetos de la modernidad, vivían esclavos de sus trabajos, con escaso tiempo para descansar, y aun menos para atender a unos críos que en cierta forma eran una carga, casi un estorbo.
Tanto gusto por la lectura tuvo en él cierto efecto quijotesco pues con suma facilidad se apersonaba de las vivencias de los protagonistas y desrealizado daba pábulo a las más locas ensoñaciones y fantasías, recreando las historias, haciendo participar a sus hermanos pequeños, siempre en los papeles secundarios, pues él era el héroe por antonomasia y el mundo estaba allí para ser conquistado por su audacia e imaginación. Asi, la vida transcurría apaciblemente, en una ciudad pacata y en extremo fría. Sin mayores sobresaltos, sin mayores afugias. Aunque no era una familia con dinero, el trabajo honesto de los padres, simples empleados, y su juiciosa administración de los limitados recursos les había permitido llevar una existencia digna, limpia y sin hambre, con lo básico para sacar adelante a una prole numerosa.
Con enormes sacrificios y total dedicación laboral, lograron que todos sus vástagos fuesen educados en colegios privados hasta terminar el bachillerato clásico. De ellos, a la final, tan solo el primogénito optó por ingresar a la universidad pública. Con esfuerzo lo logró, en dos de ellas. Comenzó a estudiar dos carreras distintas, pero complementarias, y a la mitad de una de ellas se cansó y la abandonó, prosiguiendo con la otra que llevó a feliz término, a pesar del desenfreno que algún día, hacie los ventitantos años, se apodero de su vida, llevándole por los tortuosos caminos de la crápula invicta.
En términos generales, podemos decir que su infancia fue grata y con las vicisitudes propias de esas edades. Nunca conoció situaciones de trauma mayor, y el dolor de la muerte llegó tardíamente a su vida, pues la presencia de su primer muerto en directo, una querida tía abuela, ocurrió cuando ya él se acercaba a la treintena. No recibió demasiados abusos físicos, fuera de unas cuantas tundas con palos de escoba, fuetazos y cachetadas que sus irascibles abuelas y padre solían prodigarle por ser tan inquieto, con una relativa frecuencia, dependiendo de su estado de ánimo, y el de ellos, y el calibre de las travesuras que nunca alcanzaron el grado de fechorías. La verdad, es que fue un chico muy inquieto, harto inquisitivo e intelectualmente muy activo. Su amor por la lectura le prodigo una cultura general riquísima que le situaba siempre por encima de los otros chicos de su edad, lo que se traducía en constantes rechazos de estos, expresos a manera de burlas, cuando no franco desprecio, que, mientras comprendió las verdaderas razones, le atormentaron muchísimo, pues era de carácter muy sociable y le interesaba la gente a pesar de ella misma.
Desde muy temprana edad manifestó un inusual interés por la sexualidad y en medio de la mojigatería social vigente, se procuró una educación de elevado nivel, preocupándose por no caer en los extremos propios de las aberraciones o perversiones que tan bien tipificadas aparecían en los textos de sicología. Aun así, desde un comienzo, como desde los siete u nocho años, este aspecto constituyó parte fundamental de su personalidad, determinando su accionar emocinal con las mujeres en prácticamente todas las ocasiones, e impidiéndole tener una simple novia, pues desde los quince años conoció mujer, en el sentido bíblico, y ya no quiso relacionarse afectivamente de otra manera con ellas. A partir de esa edad, diferenció a las féminas entre aquellas que eran de su familia, hermanas y primas, absolutamente neutras; las amigas o compañeras de colegio, parcialmente neutras, y las demás, sujetos pasionales en perspectiva.
Una conciencia clara de su superioridad intelectual, presente desde muy tierna edad, representó siempre, paradójicamente, una especie de desventaja frente a los otros, pues cundían la mediocridad y la ignorancia en una magnitud tal que eran opresiva mayoría, imponiéndose por lo general. Esto se traducía en una enorme dificultad para encontrar verdaderos amigos, dispuestos a aceptar su espíritu crítico, nada conformista, y su temperamento vehemente y beligerante ante las manifestaciones de arbitrariedad o estulticia.
Aun así sobrevivió hasta una respetable edad, casi indemne y con un sano psiquismo, dueño de un carácter fortalecido por tanto desprecio, pues, como es bien sabido, es claro que lo que no nos mata, nos fortalece.

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La universidad pública, era, por esos años, un crisol de las subculturas regionales y de las clases sociales vigentes aun, antes de que un decreto del ministerio de hacienda reclasificara la población según sus ingresos y se la estratificara, eufemísticamente, acabando con los conceptos se clase alta, media y baja; aunque la gran mayoría del estudiantado pertenecía al sector de la clase más desfavorecida: Los hijos del proletariado. De tal modo que allí podía encontrarse, hombro a hombro, al hijo del carnicero de una población de provincia, junto al hijo del tendero citadino; al lado del hijo del labriego sencillo; todo en medio de una, con su singular mezcolanza de modismos lingüísticos y costumbres regionales muy peculiares, muchas veces contradictorias las unas a las otras, todo por la compleja geografía del país, que desde un comienzo había producido nichos culturales que tendían a crear particularidades regionales, no exentas de cierta rivalidad y mutuo desdén. Eso sin dejar de considerar, históricamente hablando, el remanente atávico de la conquista hispana, clasista, segregacionista, y excluyente.
Sin embargo, la universidad pública era lo más cercano al concepto de democracia plural y allí, al menos en teoría, podían expresarse opiniones contradictorias al régimen político, al grado de permitir en su seno la existencia de grupúsculos políticos de toda laya, algunos en extremo radicales, como los autodefinidos anarcos, seguidores de la doctrina de Bakunin con un toque criollo y macondiano, que en la práctica solo representaban a un minúsculo segmento de estudiantes totalmente desadaptados y desubicados, con cara de eternos bravucones, herméticos con los ajenos a su grupillo; promotores inveterados de las famosas pedreas (enfrentamiento a piedra con la policía antimotines por motivos que cada ocho días variaban) y avalanchas (para no hacer la cola en el restaurante universitario, una vez abrían las puertas del mismo, se lanzaban en tropel para alcanzar los primeros puestos, lo que generaba una estampida general de al menos doscientas personas, de donde algunas salían lastimadas). La tendencia ideológica, naturalmente, era de izquierda, con una fuerte influencia del marxismo-leninismo (línea Moscú) y un declarado apoyo a todas las causas de los oprimidos y explotados a nivel mundial. Esa era l la U; la Nacho (Universidad Nacional); la U. del pueblo y para el pueblo; al menos, ese había sido su concepto original y tal situación la había convertido en un lugar que, para los más reaccionarios miembros del establishment, era un foco infecto de desadaptados, revoltosos y rebeldes sin causa.
Por supuesto que había gente muy seria en su compromiso político y social, y que desde muy jóvenes habían tomado partido por la defensa de las causas sociales, dedicándose a estudiar y a generar hipótesis de trabajo tendientes a encontrar soluciones a la problemática nacional. Esos eran los que sacaban la cara profesionalmente y competían por las escasas oportunidades de trabajo que la clase hegemónica no lograba ocupar con sus vástagos, generalmente educados en las universidades privadas (solo para la élite criolla) con estándares más apropiados para condiciones de países del primer mundo.
Un singular concepto de extraterritorialidad había dotado a la nacho de un fuero especial que le permitía a sus ocupantes ser ciudadanos privilegiados en cuanto al cumplimiento de la ley; dicho en otras palabras, se había legitimado en el campus la protesta sistemática, el mitin político, el graffiti contestario, el derecho a la huelga; hechos que eran sumamente reprimidos de puertas para afuera en la pseudo democracia que clamaba la clase gobernante, vaya paradoja, pues co-existían, en el país del Sagrado Corazón de Jesús, la represión oficial cotidiana contra la clase trabajadora y la manifestación anarco- nihilista, casi que consentida de un selecto grupo de estudiantes hijos de los mismos trabajadores. Así era casi todo, muy paradójico.
Por años, se identificó a la Nacho con la izquierda revolucionaria, y de sus huestes salieron no pocos convencidos que el cambio había de darse por la fuerza, y consecuentes con ello, cogieron p’al monte, identificados con los iconos modernos de la lucha guerrillera como Mao Zedong, el Che Guevara y otros de similar jaez. Una vez allí, crearon cuasi repúblicas independientes, en las que se imponía un autoritarismo revolucionario y a manera de catecismo se leían El Capital, el Libro Rojo de Mao, y la obra completa de Vladimir Ilich. También, se cantaba una versión criolla de la internacional, junto con una letanía de consignas de corte revolucionario que de tanto repetirse terminaban por lavar el cerebro de los pobres campesinos reclutados a la fuerza para enfrentar a los aparatos represivos del estado, un conjunto variopinto de más campesinos, otros hijos del pueblo, generalmente paisanos de los guerrillero, emparentados en no pocos casos con estos, y enfrentados a muerte por una ideología que muy pocos, o casi ninguno, asimilaban ya sea por tradición cultural –un medio de godos- o por física ignorancia. Los renegados de la Nacho se convirtieron, por sustracción de materia en el campo, en los ideólogos de esos informes grupúsculos de guerrilleros campesinos.
De la U. de esos tiempos, lo más admirable era el espíritu libertario que florecía por el campus; un prurito contestatario permanente frente a la inicua expoliación ejercida por la burguesía y la eterna carencia de oportunidades para los ajenos a las élites locales. Como un crisol, allí podían encontrarse posturas ideológicas antagónicas y extremas, en todos los aspectos de la actividad humana, ya sea a nivel político (por excelencia), religioso, artístico-cultural, etc., etc. Gracias a los massmedia y al auge de nuevas tecnologías informáticas, el crecimiento exponencial del conocimiento abría nuevos horizontes para juventudes ávidas de nuevos saberes, de experiencias ajenas al parroquialismo. La incipiente globalización, traía hasta la puerta de las aulas expresiones culturales distintas, problemas comunes con habitantes de las antípodas, y una universalidad de lo humano como nunca se había visto antes en la historia. Y todo eso era muy bueno, para soslayar el espíritu provinciano que aun animaba al país del Sagrado Corazón de Jesús.
Lamentablemente, la actividad contestataria se limitaba a las consabidas pedreas iniciadas por los denominados anarcos, quienes, como ya contáramos, luego de fomentar una avalancha en la Cafetería Central para ubicarse en los primeros puestos de la fila para entrar a almorzar, y tras hacer la digestión, tendidos al sol como lagartos en los jardines aledaños a la Plaza Che, salían a enfrentar a los tombos antimotines, que estaban parqueados desde tempranas horas, sobre la calle 45 y la calle 26.
A los anarcos, pronto se unía una heterogénea tropilla de secuaces que se encargaba de desmontar las tapas de las cajas de inspección para arrancarles trozos de concreto y de ladrillos, que, en cadena humana, transportaban, a veces, desde al menos 150 metros del lugar de la batalla campal, mientras se desgañitaban con las trilladas consignas contestatarias típicas contra el imperialismo norteamericano y la condena a sus intervenciones; vivas a todas las revoluciones proletarias del mundo; apoyo moral a las víctimas de turno del neofascismo, como líderes sindicales y sociales y políticos de izquierda encarcelados, o asesinados. Todo esto ambientado con madrazos de parte y parte, entre tombos y revoltosos; matizado con gases lacrimógenos y la explosión aterradora de una que otra papa (explosivos de mínima potencia destructiva pero con gran resonancia). Y de pronto con la osada presencia de un comando de las guerrillas urbanas, de rostros con pasamontañas y portando amenazantes changones y pistolas, en tanto arengaban a los curiosos y tiraban por el aire volantes impresos con propaganda subversiva. Todo esto en fracciones de minuto, mientras se intensificaba la contienda pétrea y comenzaban a aparecer los primeros caídos de cada bando, y se recrudecían los insultos; así, al menos por espacio de unas tres horas en promedio, hasta cuando los tombos, quizá ya mamados de tanta mamadera de gallo, arremetían a través de las puertas, invadiendo el campus, corriendo detrás de las tanquetas y los carros antimotines, otros en motocicletas, y comenzaban a perseguir con saña, dando bolillo a diestra y siniestra, a los que estaban de curiosos, pues los combatientes duros, los anarcos radicales, ya se habían retirado dejando a estos mirones-huevones como carne de cañón para enfrentar la rabia de los tombos. Estos, a la final, siempre se llevaban a unos cuantos, bien pateados y magullados; casi siempre, como directa consecuencia de los disturbios, las autoridades universitarias decretaban el cierre temporal de la U y todos, activistas y mirones, debíamos irnos a casa hasta nueva orden. Es un hecho curioso, pero estos eventos ocurrían casi siempre los días miércoles y viernes, después del almuerzo, aun por razones desconocidas para quien esto escribe.
Casi siempre la policía se excedía y terminaba masacrando a algunos de los que cogían; muchas veces se reportaron desapariciones y se acusó a la fuerza pública de haberlos asesinado o de tenerlos prisioneros de manera extraoficial, para torturarlos, en la paranoica creencia de que esos estudiantes subversivos debían tener información acerca de los movimientos de las guerrillas. Por esos días entró en vigencia el llamado Estatuto de Seguridad que no era más que una forma soterrada para legalizar la violencia oficial y justificar los excesos de sus aparatos represivos. A causa de él, todo aquel que criticara al régimen, de manera pública o alterando el orden público (las pedreas, las manifestaciones, las marchas, por ejemplo) era sujeto de persecución y, no pocas veces, de exterminio. Podía convertirse en una víctima más de la no reconocida guerra civil que vive nuestro país desde tiempos inmemoriales.
Al otro día de la pedrea, aparecían voceros del estudiantado denunciando la desaparición de fulano, de mengano, de zutano y de perencejo; acusando a la fuerza pública, y por ende al gobierno central, de ser asesinos del pueblo. Organizaban más marchas simbólicas, otras pedreas, a su vez con más desaparecidos, y por último, procedían a rebautizar uno a uno los edificios del campus, a ponerle nombre a los árboles, las piedras, los muros; hasta no quedar espacio por renombrar con los nombres de todas las víctimas de la violencia oficial, en una acción muy macondiana, por cierto, pero consecuente con la realidad histórica vivida. Y de esos años acá, es tan poco lo que ha cambiado. En esos años, aun menos, nada cambiaba, todo seguía un patrón igual: las libertades individuales restringidas, un estado de guerra intestina y sucia permanente, una persecución para los disidentes sin cuartel. Una infame guerra de hermanos, en la que hay solo villanos (los asesinos de uno y otro bando) y víctimas inocentes representadas en personas viudas, niños huérfanos, gentes mutiladas y millones de desplazados, amén de los campos desolados y botín de expoliación por las voraces rapiñas de lado y lado.
De la U, salieron no pocos idealistas-anarquistas, yéndose los más radicales para el monte, bien sea reclutados en la Cafetería, o en la Biblioteca Central, y, por lo general, se perdieron para siempre, en la maraña del confusionismo sectario; de la información falseada por tintes pseudo libertarios que ciegamente propugnaban ideológicamente la mayoría de estos grupos, matizados con chapuceros conceptos del materialismo dialectico. Se volvieron catecúmenos dogmáticos y erigieron un panteón con iconos deificados como Lenin, Mao, Che Guevara y el, por siempre, malinterpretado y abusado Carlitos Marx; dizque para hacer la guerra de clases y propiciar que el proletariado mundial accediese al poder. Esa era, y aun es, su ilusa quimera; mientras unos amos nuevos, llamados barones de la droga, cultores de la forma más salvaje del capitalismo mercantilista, se lucraban vendiendo veneno y armando a las dos partes en conflicto con sus fondos inagotables, solo en su propio beneficio, mientras incrementaban el mayúsculo desorden de la guerra, para poder pescar en rio revuelto y, soterradamente, apropiarse del mayor botín de guerra: la tierra y el control emocional de la sociedad colombiana.
Esos estudiantes idealistas, que con el tiempo perdieron su rumbo y terminaron siendo los idiotas útiles al servicio de los más inicuos intereses, a la postre flaco favor le hicieron a la honra de su Alma Mater; no pocos de ellos terminaron también prohijando esa nueva forma de explotación a través del vicio y el crimen. En otra dirección, con sus confusas y retorcidas ideologías, terminaron auspiciando una reforma agraria sangrienta en la que los desposeídos nunca fueron los grandes terratenientes sino los pobres campesinos minifundistas, esas invisibles víctimas del fuego cruzado, entre una guerrilla metalizada, sin ideológía y desrealizada y un ejército de paramilitares, pagados con el capital privado de esos grandes terratenientes. Resulta patético reconocer que algunos de esos estudiantes ilusos, terminaron sirviendo a unos señores extremadamente insensibles, de ambiciones insaciables y supremamente egoístas, que desde una época no muy lejana, ya habían decidido defender, a sangre y fuego, sus tierras de las invasiones del campesinado desheredado.
Todos esos ilusos obraron dejando tras de sí una insana escalada de muerte y negación que afectaba directa, y casi exclusivamente, al pueblo que, dizque, -eso decían en sus discursos revolucionarios- pretendían reivindicar y defender. Que paradójica insania.

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Se conocieron en la U. el día del examen de admisión. Ella tenía una apariencia virginal, con la tez blanca, algo lívida, unos serenos ojos color miel, y una armonía de facciones muy agradable. Su cuerpo, sin ser voluptuoso, destacaba sus féminas formas con donaire y garbo: mostraba, además, unos dientes parejos que le daban una sonrisa sana, algo ingenua, un poco infantil; y su cabello, castaño claro, ensortijado, caía en largas guedejas hasta la altura de los senos, dando al rostro de rasgos angelicales, un ligero toque andrógino. A él, ella, le pareció simplemente bella. Y desde que la vio por vez primera, se enamoró perdidamente, al grado de no apartarse de su lado ni un instante hasta lograr su aquiescencia. Ese fue su amor más grande, como hombre joven, salido recién de la adolescencia, y de manera harto idílica, intentó recrear la atmósfera romántica que signó los amores caballerescos de antaño; cifro sus esfuerzos en encontrar ese modelo de amor intenso, totalmente entregado, absolutamente sublime y sacrificado. Se empecinó en ver en este amor, el que más le convenía. Lo curioso es que ella, al parecer no pensaba ni sentía lo mismo. Ella, era definitivamente una chica pragmática y bastante moderna, y, aunque no se atrevía a expresarlo por temor a herirle, se sentía agobiada con tanto romanticismo, harto acosada: pero tierna, al fin de cuentas, nada le decía y solo le dejaba obrar simplemente. No pudo evitar enamorarse de él.
Nuestro Romeo, en su vasta ensoñación amorosa, ya había contraído nupcias con ella y formalizado un hogar, por supuesto en su desbocada imaginación. Definitivamente iba muy de prisa en ese tema. Y consecuentemente con ello, pronto una cosa sucedió a la otra y cuando menos se dieron cuenta, ella ya no era una estudiante primípara ni tampoco virgen, pues habían terminado por consumar tanto amor en la forma harto prosaica como se ayuntan las creaturas biológicas. El, con suma pasión, de toril desbordado, ella con la timidez de la casta primeriza y los singulares complejos de una precaria educación sexual, muy pacata y deformada, dada por su mamá, quien le había enseñado que el miembro viril era como la tusa de una mazorca. Y qué sorpresa encontrarse con lo que realmente era. Ay niña!, que realidad tan distinta…! Ay Dios mío, que confusión y qué sofoco. La verdad es que esa primer ayuntamiento no fue una experiencia muy exitosa y menos gozosa,al menos para ella, si nos atenemos a lo escrito por ella en su diario y que él, sin proponérselo, un día tuvo a su alcance. Allí, ella se expresaba humillada y, por haber sido penetrada por detras, en cierta forma abusada. Decía que en definitiva no había disfrutado nada, mientras que él, tan iluso, confiaba en haber sido un amante excepcional. Ya el tiempo le demostraría que alcanzar esa categoría estelar no era tan sencillo.
Aun así se enamoraron perdidamente y él la amo como hasta ese momento no lo había hecho con ninguna otra. La amó con locura, pensando que sería para siempre, hasta que duró; pues como advirtiera el más sagaz de los pseudo filósofos criollos, nada es eterno en el mundo, al parecer, ni siquiera el amor. Un día, a los pocos años, ella, cansada sufrir las locuras de él, -una imparable escalada en la crápula bohemia del alcohol y la maracachafa-, decidió dejarlo, y por muchísimos años no supieron nada el uno del otro. Ella, por razones aun oscuras nunca se casó, y él, por razones más oscuras aun, se casó casi dos veces. Pero jamás se olvidaron. Un día, del pasado más cercano, en una calle, se encontraron de frente y el corazón de los dos saltó de sus pechos, en tanto cruzaban una mirada de incredulidad, presas de sentimientos encontrados y un palpitante temor. Hay que dcirlo: ella lucia tan bella como se puede estar cinco lustros después,un poco marchita, y él tan atractivo como pueden dejar dos matrimonios y una vida llena de excesos y afugias. Más nada se dijeron, pues nada había que decirse, y sin mirar atrás, cada uno siguió su camino, recordando, fugazmente, cuan bello había sido todo aquello que un día los uniera; pensando que era lo mejor a hacer, pues hay cosas que siempre conviene dejar atrás, y tan solo re-vivir como un sueño, nada más.
En la U. decían que la novia del estudiante nunca sería la esposa del profesional. No sé si eso sea del todo cierto, pero lo cierto es que a pesar de tanto amor, un día ella le dijo adiós, y él no pudo retenerla.

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